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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Había también melancólicos laneros de Galicia, baharís de Mallorca, rubios tagarotes de Berbería; y no faltaban, por cierto, los ilustres gavilanes de Pedroche, que sólo se dignaban caminar sobre un paño de tinte vistoso. Los azores abundaban.
Era una manada de salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña más chica, y otros dos chavales, cuya edad y sexo no se podía saber. Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros, hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte.
«Pues lo primero que tienen ustedes que hacer indicó la Pacheco , es poner una escuela a esos dos tagarotes y a la berganta de su niña pequeña». No los mando, porque me da vergüenza de que salgan a la calle con tanto pingajo. No importa. Además, esta amiguita y yo daremos a ustedes alguna ropa para los muchachos. Y el mayor, ¿gana algo? Me gana cinco reales en una imprenta.
Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a peregrinar o correr aventuras por las murallas del hoy casi destruido Real Felipe, no por eso el pueblo, dado siempre a lo sobrenatural y maravilloso, deja de creer a pies juntillas que el fraile y la monja vinieron al Callao en tren directo y desde el país de las calaveras, por el solo placer de dar un susto mayúsculo al par de tagarotes que hacía centinela en el bastión del castillo.
Palabra del Dia
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