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Actualizado: 20 de junio de 2025
El «amigo Neptuno» cómo le llamaba Maltrana pareció dudar algunos segundos antes de escoger su acompañante. Quería dedicar este honor a la más alta dama del buque, y sus ojos iban indecisos del collar de perlas de la esposa del millonario gringo a los lentes y la majestuosa corpulencia de la señora del doctor Zurita. Pero el santo respeto a la autoridad y las categorías sociales le sacó de dudas.
Los objetos ofrecíanse indecisos y temblorosos, como si hubieran perdido sus contornos, y la luz se filtraba con trabajo por aquel cielo de algodón para sumirse luego en la tierra negra y húmeda. Respirábase en este ambiente espeso, que no hería apenas ruido alguno, cierta calma: pero una calma que oprimía en vez de refrescar el corazón. Volví los ojos hacia la ciudad.
Después, para que la ilusión fuera más completa, vi las negras manchas de sus moles sumergidas, transparentadas en el fondo hasta que, enrarecida más y más la niebla, fue desgarrándose y elevándose en retazos que, después de mecerse indecisos en el aire, iban acumulándose en las faldas de los más altos montes de la cordillera.
Toda mujer que quiera pasar revista a sus recuerdos se acordará con un sentimiento de pesar de aquel invierno bendito entre todos, en que su elección ya estaba hecha, pero ignorada de los demás. Una multitud de pretendientes tímidos e indecisos se mostraban obsequiosos a su alrededor, se disputaban su ramo o su abanico y la envolvían en una atmósfera de amor, que ella respiraba con embriaguez.
Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en casa. Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo.
Los bosques se enrarecían también al menor contacto del furibundo viento Sur, que ya estaba en plena campaña para secar las panojas y madurar las castañas; los pajarillos enmudecían poco á poco y volaban errantes é indecisos; las noches crecían y los días acortaban; la naturaleza toda anunciaba su letargo del invierno, y no se escuchaba otro sonido de su elocuente lenguaje que el de los secos despojos de su primavera, rodando en confuso torbellino á merced del viento que cada día soplaba más recio.
Como Margarita, libre de testigos, a solas con Cervantes se encontrase en aquel cenador sombrío, donde la belleza, el silencio y la frescura al amor convidaban, sin reparar en que los que están rodeados de tupido ramaje no pueden tener la seguridad de no ser acechados, como lo eran ellos, y de cerca, porque la celosa doña Guiomar había diputado a su fiel Florela para que observase, los ojos alzó ella sin miedo y los fijó en Cervantes de una manera tan clara, que él se sintió amado hasta las entrañas, y dolorido por doña Guiomar y contra ella irritado, sus ojos fijó en Margarita con no menos vehemencia y fuego que ella en él fijaba los suyos; y fuésele a ella un suspiro, y él con otro suspiro contestó, y así permanecieron algún tiempo, indecisos, sin hablarse, y mirándose tiernamente, y requebrándose con los ojos, que el diablo andaba por allí suelto y tejía ya una maraña que sin desdichas no habría de desenredarse, y cuando fuese peor el remedio que la enfermedad.
Y refirió el caso con sencillez casi infantil, repitiendo las frases que le habían murmurado, más de medio siglo antes, en una fina declaración de amor, que su memoria resucitaba con la imaginación del salón lejano, las figuras ceremoniosas del minué, su propia linda imagen de muchacha vista de soslayo en los altos espejos, y ya indecisos, como en una sombra, los gestos galantes de sus amigos desaparecidos.
Una mañana, cuando el capitán y el segundo estaban en el salón de popa, indecisos entre salir aquella misma noche ó esperar cuatro días más, como lo solicitaban los dueños de la carga, se presentó el tercer oficial, un joven andaluz, que parecía emocionado por la noticia de que era portador.
El de ahora era tan gordo, por los datos indecisos que el duque le suministraba, que le obligó a meterse de golpe en la cáscara. Así que Salabert comenzó a precisar un poco, púsose torvo y sombrío, mostróse receloso e inquieto, como si entonces mismo le fuesen a exigir una cantidad exorbitante.
Palabra del Dia
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