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Actualizado: 28 de mayo de 2025


Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo; frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como desafiándole.... Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a matarla quizás, a deshacer a don Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla....

Cierto es que Antonia por propio instinto y conceptuando como cosa muy natural el proceder de su prima, aparentaba no dar ninguna importancia a aquellos actos que tiempo atrás habrían herido tanto su corazón como su orgullo; antes bien, parecía que las faltas de Magdalena le inspiraban compasión. Siendo ella quien debía perdonar parecía que era quien imploraba perdón, por culpas imaginarias.

Si de vuelta de correr la sardina salía alcanzada la mujer del Tuerto en la cuenta que éste le tomaba rigorosamente, en el balcón se oía la primera guantada de las que administraba el desdichado marido á su costilla; desde el balcón llamaba á su padre, á su madre y á Tremontorio; desde el balcón les contaba lo sucedido, y renegaba furibundo de su mujer; desde el balcón imploraba el auxilio de Dios..., y de balcón á balcón se enredaba un diálogo animadísimo que entretenía, por espacio de media hora, á las gentes de la calle.

Todas las mañanas, la señora Desnoyers, al abrir los periódicos, antes de buscar los telegramas de la guerra perseguía otra noticia. «¿Adonde irá hoy Monseñor AmetteLuego, bajo las bóvedas del templo, unía su voz al coro devoto que imploraba una intervención sobrenatural. «¡Señor, salva á la FranciaLa religiosidad patriótica colocaba Santa Genoveva á la cabeza de los bienaventurados.

Su familia imploraba la visita del revolucionario, viendo en su presencia un último rayo de alegría para el enfermo. «Ahora va de veras, don Fernando», escribíanle los hijos. Y don Fernando fue a Jerez, y emprendió a pie el camino de Matanzuela, aquel camino que había seguido de noche, en diversa dirección, tras el cadáver de una gitana.

El rebelde se conmovió viendo la angustia de esta alma simple, que imploraba en su congoja un sorbo de consuelo. , volvería a verla; él lo afirmaba con solemne gravedad. Es más; estaría en contacto a todas horas con algo que habría formado parte de su ser. Todo lo que existía quedábase en el mundo; sólo cambiaba de forma; ni un átomo llegaba a perderse.

¡Pero si ha sido una broma, niña!... Perdóname, soy muy bruto. Pégame: dame una bofetada, que bien lo merezco. María de la Luz, con el rostro ligeramente arrebolado por el restregón de sus manos, sonreía vencida por la humildad con que el novio imploraba su perdón. Te perdono, pero márchate en seguía. ¡Mira que van a salir!... , ¡te perdono! ¡te perdono! No seas pelma. ¡Vete!

El infeliz no tan sólo no supo colocarse a la altura de su inmerecida suerte, sino que se hallaba como asustado de tanta fortuna, confesándose indigno de ella, y evitando las distinciones de que era objeto por parte de Antoñita, con un gesto que imploraba la clemencia de sus dos rivales, quienes por su parte aparentaban, no enterarse de nada, mostrando por sistema una indiferencia glacial.

Y ella, apagando su ira, que horrenda y aterradora brillaba en sus negros ojos, y con dulce y cadenciosa voz, que doliente imploraba, apenada y melancólica, ¡Ved, señor, que éste es mi hijo y que es mi esperanza sola! exclamó; y el fiero xeque, con voz terrible, espantosa, en que vibraban heridas las fibras de su alma rotas, ¡Maldito! exclamó ¡maldito! y huyendo, la calle lóbrega ganó, se perdió por ella, y con voz triste, medrosa, ¡Maldito! repitió un eco que surgió de entre la sombra.

Nombrarla en la comarca era casi, y para muchos sin casi, nombrar a la Providencia; porque a veces, quien imploraba algo del cielo, que lo puede todo, solía no alcanzarlo, mientras ella nada negaba estando en su mano concederlo. Perdonar arriendos, rebajar censos, dotar doncellas y redimir mozos de quintas, era para doña Inés el pan nuestro de cada día.

Palabra del Dia

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