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Actualizado: 3 de junio de 2025
Cuando del curso de la acción no se deducía con claridad el lugar en donde ocurría, se apelaba á los demás medios escénicos, que ofrecía el arte y se podían utilizar. Su elección quedaba al arbitrio de los directores de escena, puesto que los poetas lo hacían raras veces, y sólo en los casos más urgentes.
Las observaciones del señor Methfessel corroboran lo que ya se deducía de las de otros viajeros, y las que me había sugerido una escursion á esos puntos en 1876. En ellos, florecieron en otro tiempo pueblos bastante adelantados, que se desarrollaron antes de la invasion incásica.
Exponer ahora las demás reglas de la composición dramática, que deducía de estos principios fundamentales, sería molesto é impertinente: son los absurdos conocidos de la dramaturgia francesa, hijos de una razón limitada, y de una carencia absoluta de sentimiento poético.
Menos lo del «bajón» y sus consecuencias, todo lo que mi tío me contaba en esta carta me lo tenía yo bien sabido; y sabía también, por lo que se deducía fácilmente de su anterior y escasa correspondencia con nosotros y lo poco que me había dicho mi padre, que su hermano Celso era un hombre campechano, de escasas letras y excelente corazón, agudo de magín y un tanto marrullero, como buen montañés, y más cuidadoso del cultivo y prosperidad de sus tierras y ganados, que del fomento de su cariño a la familia que le quedaba; dejadez que a ratos tocaba en una indiferencia que parecía rayana del absoluto olvido.
Deducía Poldy de cuanto va dicho, que los verdaderos nobles del día, son los europeos, y muy singularmente los alemanes, porque ejercen con los adelantos y mejoras de nuestro siglo, todas las antiguas artes de la paz y de la guerra, por donde se señalaron y dominaron el mundo asirios y babilonios, medos y persas, egipcios, fenicios y cartagineses, y griegos y romanos, cuyas glorias todas, excelencias y privilegios se hallan hoy, según Poldy, en resumen, cifra y compendio, en sus egregios compatriotas, y por consiguiente en ella también.
Unos traían al pescuezo, en señal de los centenares de azotes que habían de recibir, una cuerda anudada varias veces, a lo largo, y el pueblo contaba en voz alta los nudos, entonando un coro compungido y socarrón, a fin de aumentar el oprobio; otros se señalaban a distancia por la bayeta amarilla de los sambenitos, y la experta multitud deducía las culpas y condenaciones con sólo observar los pintarrajos de aquellos capotes de infamia que, ora llevaban un aspa roja, media o entera, ora las dos aspas del martirio de San Andrés.
Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo; frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como desafiándole.... Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a matarla quizás, a deshacer a don Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla....
No bastaba una conferencia para curar un alma, ni acudir con enfermedades viejas y descuidadas era querer sanar de veras. De todo esto se deducía racionalmente, aparte todo precepto religioso, la necesidad de confesar a menudo. No se trataba de cumplir con una fórmula: confesar no era eso.
Lo que misia Casilda deducía de todo esto, era tan espantoso, que se puso a llorar... El desgraciado niño lo había dicho: que era más culpable de lo que ella creía. Entonces, si la sospecha horrible resultaba evidente, urgía recuperar el pagaré de manos de don Raimundo, no darle ocasión de que fuera a poner bajo los ojos de ese hombre la firma falsificada...
Emborronó mucho papel; le rasgó enseguida; y la carta no salía jamás a su gusto. Ya era seca, fría, pedantesca, como un mal sermón o como la plática de un dómine: ya se deducía de su contenido un miedo pueril y ridículo, como si Pepita fuese un monstruo pronto a devorarle; ya tenía el escrito otros defectos y lunares no menos lastimosos.
Palabra del Dia
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