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Actualizado: 18 de mayo de 2025
Encendiéronse rápidamente en una llamarada de curiosidad las mejillas del mancebo, y clavó de nuevo en Lucía sus ojos chicos examinándola implacablemente. Miranda.... ¡Ah! ¡Conque es usted la señora, la señora de Aurelio Miranda! repitió, sin ocurrirsele decir más.
Verdad es que el muchacho, con su instinto y buen ingenio, había descubierto un medio habilísimo para atacar la severidad materna; y era que cuando su ayo o la Condesa no le hacían el gusto en alguna cosa, poníase los puños en los ojos, comenzaba a regar con pueriles lágrimas los veinte años de su cuerpo, y exclamaba: «Señora madre, yo me quiero meter fraile.» Estas palabras, esta resolución del muchachuelo, que de ser llevada adelante troncharía implacablemente el frondoso árbol mayorazguil, difundía el pánico por todos los ámbitos de la casa.
Grandes eran el fastidio y la molestia que experimentaban el octogenario empleado y los pesadores y aforadores, cuyo sueño se veía perturbado implacablemente por la acompasada y constante resonancia de mis pasos, de ida y vuelta en mi continuo andar. Mis subordinados, recordando sus antiguas ocupaciones, acostumbraban decir que el Inspector se estaba paseando en la toldilla del buque.
Una gran araña flamante, de vientre redondeado y delgadas patas, se agarraba implacablemente al centro del techo sin respeto alguno para la asamblea de los dioses. Dos aparadores esculpidos por Knecht brillaban a la luz con su profusión de cristal, loza y plata. El servicio de mesa correspondía a tanta suntuosidad; los platos eran chinos, las botellas de Bohemia y los vasos de Venecia.
Esas hacen marchar su casa con la punta del dedo, y no están contentas más que de ellas mismas y de su progenitura. Todo lo que no toca inmediatamente al círculo reducido de su familia, es implacablemente criticado, denigrado y pisoteado... dijo Genoveva. Eso no es raro repuso la de Ribert, sonriendo.
Pero he aquí que después de haber sentado en principio que únicamente entre nuestra clase se encontraban esas delicadas ideas del honor y esa elevación de carácter y de sentimientos que son el fruto de una educación adecuada a nuestro destino social, han asaltado el edificio novelesco de las falsas virtudes del estado llano y las han reducido implacablemente a un simple espíritu de emulación, de la cual nosotros tenemos también el honor de ser el vehículo: disertación que, seguramente, no me hubiera sacado de una meditación completamente extraña a lo que allí se decía, ni a propósito de la inalienable bajeza de los parias de Europa y de la poca confianza que había que tener en las costumbres del pueblo, no hubieran citado... ¡Gran Dios, mi sangre hierve al sólo recordarlo!... Se trataba de esa joven educada con tanto cuidado a la vista de Eudoxia, que hubiera respondido ciegamente de su inocencia... ¡Se trataba de Adela!... A este nombre perdí los estribos y, con un tono de voz que denotaba más cólera que curiosidad, pregunté el crimen que había cometido. «Casi nada dijo Eudoxia , una de esas cosas para las cuales su filantropía sentimental de usted reserva seguramente toda su indulgencia; una de esas pasiones decentes y platónicas que producen tan buen efecto en los dramas y en las novelas; un noble y tierno afecto por algún palurdo de la aldea inmediata, al cual va a hacer todos los días inocentes visitas que acabarán Dios sabe cómo.
Magdalena se hizo conducir cerca del ataúd que contenía el pequeño cadáver y quiso besarlo; al regresar lloró abundantemente y repitió la frase mi hijo con dolor tan agudo que me dio a conocer hasta muy lejos el alcance de una pena que roía su existencia y de la cual estaba implacablemente celoso.
Nunca retiraba su mano o su frente a un beso del duque; le reconvenía dulcemente, le escuchaba con complacencia, aceptaba sus caricias como pruebas de generosidad, no aparentaba ningún temor y no parecía sospechar el sentimiento brutal que ella misma fomentaba todos los días. Para tenerle a distancia no empleaba más que una sola arma: la humildad. Era implacablemente respetuosa.
Dejó la cartera sobre la chimenea y sombría, con la carta en la mano, se sentó, reflexionando profundamente en el concurso singular de circunstancias que conducía bajo su techo al hijo del que ella odiaba implacablemente. Poco á poco su vista cayó sobre la hoja de papel cubierta con la letra aborrecida y leyó maquinalmente: "Querido hijo mío; mi viaje empieza bien.
Palabra del Dia
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