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Eran diamantes tan enormes que hacían dudar de su autenticidad, esmeraldas del tamaño de guijarros, amatistas, topacios y perlas, muchas perlas, a centenares, a miles, caídas como granizo sobre las vestiduras de la Virgen, Los forasteros admirábanse ante esta opulencia, deslumbrados por su enormidad, mientras Gabriel, habituado a la visita diaria, lo miraba todo fríamente.

¡Creo que amáis á don Francisco! ¡Y qué! dijo fríamente la de Lemos, que era violenta. ¡Lo confesáis! Ahorro una disputa vergonzosa. ¿De modo que el amor...? ¿Y qué entendéis vos de amor? dijo con desprecio la de Lemos. La abadesa se mordió los labios. Yo creía que os justificaríais.

Luego la había seguido, hasta adquirir la completa evidencia de su infortunio. Margarita no se lo había imaginado nunca tan vulgar y ruidoso en sus pasiones. Esperaba que aceptase los hechos fríamente, con un ligero tinte de ironía filosófica, como lo hacen los hombres verdaderamente distinguidos, como lo habían hecho los maridos de muchas de sus amigas.

El centelleo de muchos papelotes todavía ardiendo, alumbraba mi cuarto; yo estaba de pie con la carta en la mano, como un hombre que se ahoga y aferra a una cuerda rota; por casualidad entró Oliverio. Al ver aquel montón de cenizas humeantes comprendió y dirigió una rápida mirada a la carta. ¿Están buenos en Nièvres? me preguntó fríamente.

Arrancándose a la impresión que pesaba sobre él como un manto de plomo, pudo ponerse, poco a poco, al análisis de la situación, a ese extraño análisis que suele desprenderse del espíritu formando como un espíritu nuevo, fríamente lúcido y despojado de todo lo que al otro apasiona y conturba.

Sólo en el pueblo perduraba el recuerdo de aquella ferocidad religiosa, de aquel crimen repetido fríamente en nombre de Dios al través de los siglos; de aquellos sacrificios humanos que recordaban los ritos sangrientos de los fenicios ante sus divinidades ardientes. Y el desquite llegaba con no menos ferocidad, como el desahogo de un pueblo que se venga.

¡Con tal que no se le ocurra bailar! pensó. En esto su temor era vano. Juan conocía tan bien lo que le faltaba para figurar en sociedad, que se había convertido casi en un salvaje. En un principio se había irritado contra mismo. Aislado y solitario después, se desahogaba juzgando fríamente la vaciedad y frivolidad de las palabras y actos mundanos.

»Entonces sería usted doblemente injusto replicó éste fríamente. »Y diciendo estas palabras, tomó respetuosamente el bastón de la temblorosa mano del anciano, y lo arrojó por la ventana. »La cólera de tío había llegado a su colmo. Sobrecogido por aquella sangre fría, cayó sobre un sillón sin poder pronunciar una palabra; pero llamó a su mayordomo y le hizo seña de que se llevase a Carlos.

Amaury, a la primera ojeada, detalló todas las ventajas físicas de su compañero en diplomacia. Ambos jóvenes, cuando el conde de Mengis pronunció sus nombres, se saludaron fríamente; pero como para ciertas personas, la frialdad es uno de los elementos de los buenos modales, el conde no observó ese desvío que su sobrino y Amaury se manifestaban, al parecer por instinto, el uno al otro.

¡Ni la menor señal de extrañeza en don Claudio Fuertes! ¡Como si le pareciera excusada la noticia! Pues lo siento, respondió algo retrasado, pero maquinal y fríamente. Nieves anda algo malucha hoy... y no saliendo ella... Tampoco le sorprendió esta otra noticia al señor don Claudio Fuertes.