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Actualizado: 2 de octubre de 2025
Y tampoco llegó. El tercer día, cuando dudaba ya de la utilidad de esta espera, apareció el busto de Alicia sobre el filo del último peldaño. Después fué surgiendo todo su cuerpo, con sobresaltos que marcaban el avance de sus pies de grada en grada. Caía la tarde.
Si no querías hablar, ¿para qué viniste entonces? Dios sabe cómo ese pensamiento de doble filo vino a mi espíritu de joven aturdida. Sentí confusamente que al pronunciar esas palabras cometía un acto de crueldad, pero... ya era tarde. Vi palidecer su rostro, sentí que su respiración ardiente se exhalaba en un suspiro. Soy un hombre de honor, Olga murmuró entre dientes; ¿para qué atormentarme?
Era la perfecta imagen del corredor que va y viene y sube escaleras y recorre calles sin encontrar el negocio que busca. Estaba cabizbajo como los que pierden dinero, como el cazador impaciente que se desperna de monte en monte sin ver pasar alimaña cazable; como el artista desmemoriado a quien se le escapa del filo del entendimiento la idea feliz o la imagen que vale para él un mundo.
Soltero y con fortuna suficiente para quien no tiene mujer ni chiquillos ni familia próxima, Feijoo vivía en dichosa soledad, bien servido por criados fieles, dueño absoluto de su casa y de su tiempo, no privándose de nada que le gustase, y teniendo todos los deseos cumplidos en el filo mismo de su santísima voluntad. Más que por el lujo, despuntaba la casa por la comodidad y el aseo.
Ellos habían venido para eso. Isidro no supo cómo se inició el choque. Vio de pronto arremolinarse la gente delante del féretro; sonaron gritos, golpes secos semejantes a los de la ropa sacudida. Sobre las cabezas del gentío brillaron al sol, como cintas blancas, los pesados asadores esgrimidos de filo. Se abrió la muchedumbre, escapando en distintas direcciones.
Era una faja de color azul, mate y opaca, que empezaba por marcarse levemente en el filo interior de las ventanas.
Miguel había tirado algunas temporadas el sable y el florete: su contrario no conocía al parecer más que esta última arma; pues hubo que advertirle por los padrinos que no levantase la mano izquierda, y la colocase detrás de la espalda. Pero esto mismo le hacía muy peligroso, porque en vez de hacer uso del filo, alargaba a cada instante la punta del sable, manteniendo a Miguel fuera de distancia.
La furia del conde, retenida por algunos minutos, estalló y le cegó. Era robusto, tenía unos puños de hierro, y sacudía con el sable una lluvia de tajos sin orden ni concierto. Cuatro veces tocó a D. Luis, por fortuna siempre de plano. Lastimó sus hombros, pero no le hirió. Menester fue de todo el vigor del joven teólogo para no caer derribado a los tremendos golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía tocó el conde por quinta vez a D. Luis, y le dio en el brazo izquierdo. Aquí la herida fue de filo, aunque de soslayo. La sangre de D. Luis empezó a correr en abundancia. Lejos de contenerse un poco, el conde arremetió con más ira, para herir de nuevo: casi se metió bajo el sable de D. Luis.
No quisiste hacer caso de sus indicaciones y brusqueaste su resistencia. ¡Muy bien!... Te has portado como un caballero. Cuando estaba más ensimismado, formulando mentalmente estos reproches, oyó una voz de mujer junto a él y vio que un bulto se interponía entre sus ojos medio cerrados y las estrellas del cielo movible extendido sobre el borde de la baranda y el filo del techo.
¡Por el filo de mi espada! exclamó el arquero al terminar la canción. Muchas noches he oído esa misma trova en el campo inglés y cuenta que le hacíamos coro más de doscientos soldados del rey; pero este viejo bebedor deja muy atrás á los que tenemos por oficio manejar el arco, la ballesta y la alabarda.
Palabra del Dia
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