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El alma, si se me permite emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo el sonido, y se contraía después retrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la melodía y asociando la música a la hermosa cantora. Tan singular era el efecto, que para el oírla cantar, sobre todo en presencia de otras personas, era casi una mortificación.

Acercose a la ventana, mirando a la calle por entre los cristales, y allí estuvo un largo rato con la atención vagabunda y el pensamiento adormilado, cuando un rumor en el pasillo la sacó de su abstracción. Al volverse, se quedó atónita, viendo a Jacinta que, detenida en la puerta, alargaba la cabeza para ver quién estaba allí.

Su estatura era menos que mediana, su espalda un tanto jibosa, su barba rojiza. Había en todo su rostro una tristeza cómica de bufón. Su labio inferior se alargaba hacia afuera con lúbrico y tembloroso gesto. La estirpe de los San Vicente era antigua en la ciudad, aunque no de las más ilustres y encumbradas.

El baile animado, ardiendo de voluptuosidad fuerte y disimulada, era el cuadro propio para servir de fondo a la figura que ella, la pobre Ana, había visto tantas veces en sueños. Todo esto pasó por el cerebro de la Regenta mientras Mesía, sin ocultar la emoción que le ponía pálido, se inclinaba con gracia, y alargaba tímidamente una mano.

Todo se oscureció, cielo y tierra, y el sol y la luna cayeron, como ascuas de un cigarro... Ella y yo nos separamos: leguas y más leguas, días y días y más días se pusieron entre nosotros; yo alargaba los brazos ansiando tocarla con mis manos; pero mis manos no tocaban sino el vacío. Ella subió y yo me quedé donde estaba.

No había fuego, ni eran aquellas horas.... Hubo gritos, llantos y trastos por el aire. El Magistral, gracias al silencio de la noche, oía vagos rumores de la reyerta, que se alargaba, como si no hubiera sueño en el mundo. A él se le cerraban los ojos, pero no sabía qué fuerza le clavaba al balcón.... Aborrecía en aquel momento a Celestina.

Y de repente, de un tirón, con el violento esfuerzo de un hombre que arroja lejos de un peso que le abruma, refirió con todos sus detalles la terrible historia de la cadina Sarahí... El tío Frasquito escuchaba con la boca abierta, encogiéndose, encogiéndose en la poltrona, convencido de su pequeñez, a medida que lo novelesco y lo terrible agigantaban en su imaginación la figura del héroe de aquella aventura legendaria, de que era el primer confidente y esperaba ser futuro cronista... Y a la idea de ser el primero en lanzar a los cuatro vientos de la publicidad la trágica aventura, el tío Frasquito se alargaba, se alargaba en la poltrona, hasta hombrearse con el héroe como la sombra se hombrea con el cuerpo y el eco con la música, y Homero con Aquiles, y el inmortal Virgilio con el divino Eneas. ¡Y pensar que era ya demasiado tarde para correr de casa en casa aquella misma noche dando la noticia!...

Salió paso a paso a la sala, deseosa de sorprender aquel secreteo. Fortunata entró, pálida como un cirio y con ojos aterrados; mas doña Lupe no le dijo nada. La vio que avanzaba hacia el gabinete, que daba algunos pasos hacia la alcoba deteniéndose en la puerta, y que desde allí alargaba el cuerpo para mirar a su marido. ¿Por qué no entró? ¿Qué temor la detenía?

Sin aliento yacía en tierra la víctima, recogiendo sus faldas y sacudiéndoles la tierra, tentándose en partes diversas para ver si tenía sangre, fractura o contusión grave, mientras la Sanguijuelera, respirando como un fuelle en plena actividad, arrojaba los vencedores pedazos de caña y alargaba su mano generosa a la víctima para ayudarla a levantarse.

Y más extraño aún que lo hiciera ordinariamente para decir pestes de Andalucía, y en especial de Sevilla. Siempre se sentaba a la mesa furioso, según pude observar en los días sucesivos. Generalmente su mal humor principiaba adoptando la forma irónica. Abría extraordinariamente las vocales y cerraba los ojos y alargaba los labios para dar realce gracioso a su humorismo.