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La estatura, más bien alta que mediana, y el talle, esbelto. El calzón ajustado de casimir, la media de seda blanca y el zapato de hebilla de plata, daban lugar á que mostrase el galán la bien formada pierna y un pie pequeño, largo y levantado por el tarso.

Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba. ¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole.... Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto don Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey Amadeo.

Era Lucía una rubia de las dichas vulgarmente vaporosas; ojos azules y claros y un poco húmedos, tersa y blanca la frente, los cabellos como madejas de oro, las cejas perfiladas en arco, algo aguileña, el talle fino y esbelto, el rostro alegre y muy apacible. Formaba su hermosura dichoso contraste con la de la brigadiera; quizás fuera este el fundamento más sólido de su amistad.

Sin saber lo que hacía, y sin poder contenerse, corrió a un armario, sacó de él su traje de cazador, que solía usar algunos años allá en Matalerejo, para perseguir alimañas por los vericuetos; y se transformó el clérigo en dos minutos en un montañés esbelto, fornido, que lucía apuesto talle con aquella ropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural y varonil, lleno de juventud todavía.

Los brazos eran finos y frágiles, como los de un niño, pero admirablemente torneados; el cuello, flexible y esbelto, como el de la gacela, se unía a los hombros por una línea fugitiva y ondulante, cuya suprema gracia sólo se encuentra en las vírgenes de Rafael. Los primeros azotes de la doncella fueron tan suaves y comedidos, que no dejaron rastro alguno en aquella preciosa epidermis.

Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido salto de cama. ¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a mi cuarto...? Hueles a mejorana... hueles a romero... hueles a malva rosa decía colgada a su cuello como una niña mimosa.

Hablaba atropellándose, con las mejillas encendidas, vibrando por los ojos rayos de ira, agitando las manos temblorosas, moviendo todo su esbelto cuerpo como si estuviera sujeto a una fuerte corriente eléctrica. El P. Gil la contemplaba estupefacto.

Entrad, dijo con voz en que se traslucía el mal humor; pero apenas fijó los ojos en el importuno que así le interrumpía, desapareció la expresión ceñuda del semblante, reemplazándola bondadosa sonrisa. El que llegaba era un esbelto doncel, de facciones algo delgadas, rubios cabellos, buena presencia y muy joven á juzgar por la expresión aniñada del rostro.

Hallábase una tarde del mes de Septiembre sentado sobre un alto peñasco, y meditando la idea de visitar en breve a su madre, cuando vio subir por la cuesta, sobre una mula parda, a un anciano enjuto y esbelto que agachaba la cabeza y miraba con singular atención hacia la gruta. El hombre volvió a pasar a la mañana siguiente, mirando siempre con la misma curiosidad.

A sus queridas les cantaba al oído las óperas enteras, como dándoles besos con el aliento, que parecía salir perfumado por la melodía. Una novia suya lo dijo: aquel hombre de tan buen color, tan buenas carnes, de cutis fresco y esbelto como él solo, esparcía así como un olor, que seducía, a música italiana.