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Sin poder darse cuenta de la grandeza de las ideas representadas por aquellos hombres, le seducía la posición que ocupaban en la ciudad.

El paje de Cuenca, el pendenciero de Sevilla, avanzaba tierra adentro con unos pocos hombres, hasta llegar al campo del cacique. Allí seducía al salvaje con buenas palabras, le engañaba, sacándolo de entre los suyos, y le ponía por sorpresa unas esposas en las manos.

Había en el ambiente de aquella época una multitud de ideas en estado de nebulosa, problemas en estado de esperanzas, generosidades en movimiento que debían condensarse más tarde y formar lo que ahora se llama el cielo tempestuoso de la política moderna. Mi imaginación casi desarbolada, pero no del todo apagada, encontraba en aquel objetivo algo que la seducía.

Quizá sea como la hechicera Arleta, que se disfrazaba de moza y enamoraba y seducía a todos los hombres. Su hermosura, sustancial o aparente, no se puede negar. Tiziano, no hace mucho tiempo, se complació en retratarla en un cuadro delicioso.

A sus queridas les cantaba al oído las óperas enteras, como dándoles besos con el aliento, que parecía salir perfumado por la melodía. Una novia suya lo dijo: aquel hombre de tan buen color, tan buenas carnes, de cutis fresco y esbelto como él solo, esparcía así como un olor, que seducía, a música italiana.

Pero a los diez minutos de bajar a tierra, estaba ya borracho, con nueva contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos. Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra un sólido bloque de mineral de hierro y dió una cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno éste que no seducía al fox-terrier.

La idea de la evasión le obsesionaba; gracias a aquella idea fija podía estar tranquilo. Yo comenzaba a acostumbrarme a la vida del pontón. La posibilidad de quedar en el pantano para servir de pasto a los cuervos no me seducía. Ugarte estaba enfermo, irritado por los castigos, y me excitaba preguntándome si es que tenía miedo.

Cada momento me seducía más la gracia y el carácter campechano de la primera; y eso que más de una vez se reía, según sospecho, a mi costa. A los dos o tres días de tratarla me preguntó: ¿De dónde es usted? De Bollo. Me miró con sorpresa. Un pueblecito del partido judicial de Viana del Bollo, en la provincia de Orense añadí con timidez.

Mi mujer, al revés de muchas provincianas que juzgan rebajada su dignidad si se asombran o admiran de algo al entrar en la capital, se admiraba y entusiasmaba con todo lo que veía. El paseo de coches del Retiro, los suntuosos escaparates, los grandes edificios, el lujo del teatro Real, la hacían prorrumpir en exclamaciones de placer y de asombro. El teatro, sobre todo, la seducía.

Una temporada adoraba a los Padres de la Compañía y no encontraba misa buena ni sermón aceptable, si no era en su iglesia: pero de pronto se cansaba de la sotana, le seducía el hábito con capucha, según sus colores, y abría su caja y las puertas de su hotel a los Carmelitas, a los Franciscanos o a los Dominicos establecidos en Jerez.