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Era la dulce tristeza de las personas maduras que ven monótono el presente, medido el porvenir, y se refugian en los recuerdos del pasado, envidiando á las jóvenes porque pueden gozar en la realidad lo que ellas sólo paladean con la memoria. ¡Felices ustedes!... ¡Amense mucho!... Únicamente por el amor vale la vida la pena de ser vivida.

Era el dolor de la mujer infecunda envidiando a todas horas la suerte de las madres; la desesperación de la esposa que al ver apartarse al marido finge creer en diversas causas, pero en el fondo del pensamiento atribuye esta desgracia a su esterilidad. ¡Un hijo que los uniese!... Y Carmen, convencida por el paso de los años de lo inútil de este deseo, desesperábase contra su destino, mirando con envidia a su silencioso oyente, en el cual la Naturaleza había prodigado lo que ella tanto ansiaba.

Las señoritas que ya estaban en edad de afeitarse fingían rubor ante sus miradas audaces; pero las que no se veían objeto de la belicosa admiración se mostraban nerviosas, envidiando á sus compañeras. Pasó por entre estos guerreros, con toda la austeridad de su carácter universitario y sus opiniones antimilitaristas, el profesor Flimnap.

Juanillo los contemplaba como seres de asombrosa superioridad, envidiando su buen porte y la frescura con que piropeaban a las mujeres. La idea de que todos ellos tenían en su casa un traje de seda bordado de oro, y metidos en él marchaban ante la muchedumbre al son de la música, producíale un escalofrío de respeto.

Vive, pues, el pobre enamorado cavilando en los misterios que guardan aquellas paredes, y envidiando á la criada de Amparo, sólo porque oye hablar, porque ve comer, porque ve dormir, porque conoce al dedillo, en suma, á la esfinge de su existencia.

Cuarenta argollas está labrando el lascivo Murat para conduciros al Norte como a los animales más inmundos... ¡Soldados, gemid de rabia y furor!... Doce millones de hombres os están mirando y envidiando vuestra gloria, y aun la Francia misma ansia por vuestros triunfosRuidosos aplausos y gritos acogieron esta proclama, fielmente recitada con dramáticos gestos por el muchacho.

Le habían hablado tanto del temor de Dios y tan poco de su propia madre, que le halagó la idea de ser ministro del Señor. El primer efecto de la enseñanza religiosa fue hacerle comprender que su porvenir correspondería a las esperanzas que abrigó viendo y envidiando a los que frecuentaban la casa de su protector.

Nada más hay que contar, salvo que, debido al descubrimiento de la casa, obtuvo la clave del secreto; a lo menos, eso es lo que yo le he entendido siempre que ha hablado de esto contestó. ¡Ah! recuerdo bien aquellas interminables y cansadoras caminatas cuando niña; cómo recorríamos esos largos, blancos e inacabables caminos, con sol y con lluvia, envidiando a la gente que iba en coches y en carros, a hombres y mujeres que andaban en bicicletas, y, sin embargo, mi valor se sostenía siempre con las palabras de aliento de mi padre y su declaración de que algún día habíamos de poseer una gran fortuna.

No parece sino que esos advenedizos de la fortuna, que apenas cuentan un siglo de vida nacional, quieren asombrar al viejo mundo con la exhibición de su extraordinaria vitalidad. Los ingleses, aun envidiando esa expansión de fuerzas y esa potencia un poco insolente, no pueden evitar cierta predilección hacia aquellos hijos ingratos que se emanciparon de su madre.

Currito, deseoso de imitar a su primo, a quien cada día admira más, y notando y envidiando la felicidad doméstica de Pepita y de Luis, ha buscado novia a toda prisa, y se ha casado con la hija de un rico labrador de aquí, sana, frescota, colorada como las amapolas, y que promete adquirir en breve un volumen y una densidad superiores a los de su suegra doña Casilda.