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Actualizado: 7 de septiembre de 2025
Adriana tuvo la sensación viva de todo lo que se había llorado en la casa durante la espantosa semana transcurrida. Y se sintió oprimida, avasallada por aquel dolor común. Volvió Carmen hacia ella, muy dulcemente, los ojos enrojecidos bajo la hinchazón de los párpados. ¡Qué bien has hecho en venir! dijo con la voz abatida y al mismo tiempo tierna, sin interrumpir la preparación del remedio.
La vieja le saludaba con cariño y respeto, viendo en él la gloria de la familia. Sus ojos lacrimosos y enrojecidos le miraban acariciadores, pero al mismo tiempo no se atrevía a tenderle los brazos, a poner en él sus manos negras y huesosas, con los dedos cargados de sortijas de latón. Su nariz de bruja y su barbilla saliente asomaban bajo un pañuelo rojo que la oprimía las sienes.
Lidia se extremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada. ¡Toma, pues! repitió sorprendido. Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre ella. Perdóname le dijo. No me juzgues peor de lo que soy. En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún.
Una cadena algo negruzca, con llaves de reloj y medallas, se tendía de la botonadura de la sotana a un bolsillo del pecho. Dos dedos enrojecidos por el tabaco sostenían un cigarrillo. La cabeza, de pelo duro e intensamente negro rayado de canas prematuras, ocultábase en parte bajo un casquete redondo de seda, igual al que usan los tenderos.
Mientras, Ojeda, desde el mirador de proa, contemplaba la muchedumbre aglomerada en las bordas, ansiosa de ver cuanto antes la deseada ciudad. Una mujer, alborotado el pelo y enrojecidos los ojos, gemía a un lado del combés.
No sentía deseos de hablar, pero al ver de cerca los ojos de ella, rompió el dulce silencio. ¡Tú has llorado! La mujer protestó con una sonrisa violenta, al mismo tiempo que palidecía balbuceando excusas. No; tal vez era el polvo sacudido por la limpieza ó el esfuerzo de su trabajo. Pero él seguía examinando sus ojos, ligeramente enrojecidos.
Gabriel supo por el Vara de plata que había muerto la madre del curita, y una semana después le vio una tarde en las Claverías. Tenía los ojos enrojecidos, las facciones des-carnadas y con la piel tirante, como si hubiese llorado mucho. Vengo a despedirme de usted, Gabriel. He pasado un mes de penas y de insomnio cuidando a mi madre. La pobre ha muerto.
Aceptada la idea, Margarita dejó al duque continuar su examen del reglamento de la alta Cámara, y vuelta a su cuarto, después de haber cerrado cuidadosamente las puertas para evitar verse de pronto sorprendida, se dejó caer en un sillón, apoyó en uno de sus anchos brazos los codos, y ocultándose el rostro con las manos, dejando rebosar el llanto por entre sus sonrosados dedos, fruncido el ceño y enrojecidos los párpados, se quedó pensativa, sin que nadie al verla hubiera podido averiguar si aquella dama era una madre que se imponía un sacrificio, o una mujer a quien los celos hostigaban.
En aquel bosque de vivificantes aromas y de follajes enrojecidos por el otoño, pasé, señor cura, unos momentos crueles. Después, la calma fue viniendo poco a poco al recordar las pruebas de ternura de mi padre y la necesidad cada vez mayor que parece tener de mi presencia.
Ella me dijo sin llorar, pero sus ojos estaban enrojecidos, lo que acabo de contarle, y como yo no tenía ya nada más en el mundo que la piedad de mi madrina, finalmente, con una voz apagada que arrancaba de su pecho con grandes esfuerzos, me dijo: «Hija mía, mi pobre Adela, mi único amor, Dios te proteja... y cuando El, en su bondad, te dé un esposo... ¿Lo oyes bien, hija mía? añadió levantando la cabeza y tomando un tono de voz lúgubre y grave que aun resuena en mis oídos , ¡que ese esposo vengue a tus padres y que, a cambio de la sangre de tu padre asesinado, tome la sangre de Maugis!»
Palabra del Dia
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