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Actualizado: 7 de junio de 2025
El temblor nervioso que al principio le sacudía iba calmándose; la convulsa, violenta, pavorosa expresión de su rostro lívido y de sus ojos enrojecidos se iba transformando: pálido, agotado, sin fuerzas, parecía él también próximo a caer. ¿Estaba sola cuando se mató? Sola. ¿Habló usted con ella esta mañana? Sí; habló con ella. ¿Estaba triste? Mortalmente. Podríamos ver si ha dejado algo escrito.
Cuatro hombres que llevaban un ataúd cubierto con un lienzo, abrían la fúnebre comitiva, y a su lado otras tantas jóvenes, vestidas de blanco, con el cabello tendido, los ojos enrojecidos por las lágrimas, el seno palpitante por los suspiros, que, con una mano, levantaban los extremos del paño mortuorio.
Yolanda se alza lentamente, con las mejillas húmedas, los ojos enrojecidos, el cuerpo sacudido siempre por los sollozos. Dale la mano a tu marido. No hay más remedio. Perfectamente amable ese «no hay más remedio». Y Yolanda me tiende la mano, que yo llevo respetuosamente a los labios. ¿Ha visto a mi marido, Jorge?... pregunta mi suegra. Respondo que sí.
Sus ojos estaban enrojecidos y con profundos cercos obscuros. Las mejillas morenas y el filo de su nariz tenían una brillantez de color sonrosado que delataba el frote del pañuelo. Sebastián, va usté a decirme toíta la verdá. Usté es bueno, usté es el mejor amigo de Juan. Lo de la mamita, el otro día, fueron cosas de su carácter. Usté conoce lo buena que es. Un pronto, y después na. No haga caso.
Sereno, podría estarlo; pero tenía los ojos enrojecidos, brillaba en sus pupilas una chispa azulada é indecisa, semejante á la llama del alcohol, y su cara iba adquiriendo por momentos una palidez mate. Los otros no estaban mejor; pero todos reían.
El herido parecía estar mejor; los chicos, con los ojos enrojecidos por el insomnio, permanecían inmóviles en el corral, sentados sobre el estiércol, siguiendo con atención estúpida todos los movimientos de los animales encerrados allí. Teresa atisbaba la vega por la puerta entreabierta, volviendo después al lado de Batiste.... ¡Cuánta gente!
A la primera ojeada reconoció la letra; se puso blanca como el yeso que cubría las paredes, y, con sus ojos enrojecidos por las lágrimas, me miró fijamente como si hubiera perdido la razón. Tómalo, pues dije, tómalo. Ella extendió la mano, pero la retiró con un ademán brusco: se hubiera dicho que había tocado un hierro candente.
Y sin levantar la vista de la mesa, comenzó a apurar rabiosamente las cañas que tenía delante. Fermín dijo de pronto mirando a su amigo con los ojos enrojecidos. Yo estoy loco... loco perdío. Ya lo veo contestó Montenegro flemáticamente, sin dejar de comer. Fermín; paece que un demonio me sopla a la oreja las mayores barbaridades.
En esto se solazan las mujeres cuando son niñas, y todavía muchísimo tiempo después de dejar de serlo. Pero Lucía no era niña para siempre. Seguía corriendo el tren, y la desposada no lloraba ya. Apenas se advertían en su rostro huellas de llanto, ni sus párpados estaban enrojecidos.
Pero Gloria no tardó en llegar, las mejillas inflamadas, los ojos enrojecidos y brillantes. No me miró al entrar. Comprendí que sin mirarme me veía, y esperé. A la mesa, a la mesa dijo Isabel. Vi que el malagueño se acercaba a Gloria y le decía algunas palabras, y vi que ella hacía una mueca de indiferencia y le volvía la espalda. ¡Qué criatura tan inteligente!
Palabra del Dia
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