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Actualizado: 7 de octubre de 2025
La figura negra, firme y severa de Fray Ignacio se abalanzó hacia el confesonario y sin dirigir siquiera una mirada a su penitente se introdujo en él. María, trémula y enternecida, se acercó a la ventanilla. Cuando se separó, al cabo de una media hora, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas. La iglesia, en tanto, se había ido poblando, aunque casi exclusivamente de mujeres.
Maltrana fue allá, y vio a su madre en una cama, con los pómulos enrojecidos, la piel ardorosa y los labios violáceos, exhalando el estertor de sus pulmones congestionados. El joven, recordando el dinero que aún guardaba en su casa, sintió cierto rubor al ver a su madre en aquella sala triste, de fría desnudez, junta con otros enfermos.
El y el empleado mostrábanse indecisos y con mal humor ante aquella mujer de ojos enrojecidos y mejillas hundidas, que seguía plantada en el patio sin saber qué hacer... Los dos hombres sentíanse atraídos por el rumor del gentío y la música que sonaba en la plaza. ¿Iban a estar allí toda la tarde, sin ver la corrida?... El empleado tuvo una buena inspiración.
Estaba seria, tenía los ojos enrojecidos como si no hubiera dormido la noche anterior o hubiera llorado algunos minutos antes de llegar yo. Tenía el aspecto de tranquilidad y recogimiento que le era propio muchas veces, en momentos de distracción que revivían en ella la colegiala de otros tiempos.
Palabra del Dia
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