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En plena madurez mostrábanse decrépitos, con las manos temblonas, casi paralíticos, los ojos enrojecidos, la vista oscurecida y el pensamiento difuso, como si el alcohol envolviese en nubes su cerebro. Y, víctimas alegres de esta esclavitud, alababan aún el vino como el remedio más seguro para fortalecer la vida.

Sus párpados ligeramente enrojecidos y la vehemencia con que le apretó sobre su pecho, fueron las únicas muestras de emoción por la muerte de su padre. Luis dijo con brevedad, como si sus palabras fuesen oro, sigue tu carrera: después irás al extranjero. Estudia... no vaciles ante los gastos. El viejo no ha muerto: si antes era yo tu hermano, ahora soy tu padre.

Y el capitán metió brutalmente un papel en el pecho de Polonia, cuyos ojos enrojecidos parecían llorar sangre. ¡Ah! no, no; yo no quiero ir con Vds.; mi abuelito les dará todo lo que quieran, pero yo no quiero ir, exclamó Juanito, arrodillándose y juntando las manos ante aquellos miserables.

Sus mejillas estaban pálidas y marchitas, sus ojos hinchados y enrojecidos, y todo su semblante denotaba una ansiedad profunda, terrible, ardiente, un terror pánico de lo desconocido que el porvenir le reservaba.

Al echar una mirada a su doncella reflejada en el espejo, creyó observar algo extraño en sus ojos. Se volvió para mejor verlo. En efecto, Estefanía los tenía enrojecidos. ¡ has llorado, chica! ¿Yo?... No, señora, no. La manera de negarlo era hipócrita. La señora no tuvo necesidad de insistir mucho para que se lo confesase y aun la causa de su llanto.

Miembro del mismo club que de Aymaret, había visto más de una vez a su consorte, en los comienzos de su matrimonio, venir a buscarlo en la mañana enrojecidos los ojos por las lágrimas y el insomnio.

Reían al verle trémulo sobre sus patas, agitando los flancos como los costados de un fuelle, mugiendo con chillón alarido de dolor, los ojos enrojecidos, y arrastrando su lengua por la arena, ávido de una sensación de frescura. Gallardo aguardaba apoyado en la barrera, cerca de la presidencia, la señal para matar. Garabato tenía sobre el borde de la valla el estoque y la muleta preparados.

Al encontrar libre la salida vió don Marcelo á la pobre mujer con los ojos enrojecidos, la faz huesosa, el pelo en desorden. La noche había gravitado sobre su existencia con un peso de muchos años. Toda su energía se desvaneció de golpe al reconocer al dueño. «¡Señor... señor!», gimió convulsivamente. Y se arrojó en sus brazos derramando lágrimas.

El dinero, cautivo en los estudis durante el invierno, oculto en el arca ó en el fondo de una media, comenzaba á circular por la vega. A la caída de la tarde llenábanse las tabernas de hombres enrojecidos y barnizados por el sol, con la recia camisa sudosa, que hablaban de la cosecha y de la paga de San Juan, el semestre que había que entregar á los amos de la tierra.

Parecía haber perdido por completo el uso de la palabra, no soportaba a nadie a su lado y evitaba aún a su viejo amigo; huraño y mudo, vagaba días enteros por los campos; permanecía noches enteras sentado junto a la cuna de su hijo, mirándolo fijamente con sus ojos enrojecidos y quemados por el llanto.