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Actualizado: 3 de junio de 2025
Creía oír aún los gemidos del mozuelo pataleando en la cubierta: «¡Yo no quiero morir! ¡Yo quiero ir a Buenos Aires!...». El vagabundo de los puertos tenía la misma ilusión que él y casi todos los que habitaban las cubiertas superiores. Dormitando entre los fardos y barricas de un muelle, había visto también a la diosa alada y sin cabeza; había sentido la caricia de la esperanza.
Veíase envuelta, como nunca lo había estado, en una ola de pasión devota y exaltada que la cariciaba dulcemente. El papel de diosa la seducía. Gustaba de mostrarse unas veces amable y tierna, otras terrible, haciendo pasar a su adorador por todas las pruebas posibles a fin de cerciorarse bien, decía ella, de que era suyo, enteramente suyo.
Y en aquel momento, como si quisieran probar aquellas amables criaturas que llevar siempre la contra es el rasgo peculiar del sexo, callaron todas de repente, siguiéndose un silencio profundo, un calderón prolongadísimo de cerca de un minuto, seguido, a su vez, de un allegro alborotado, un crescendo inverosímil, rápido y vivace... Algo gordo sucedía, y el respetable Butrón y el filosófico Pulido acudieron al punto muy azorados a sus respectivos observatorios... Entraba la condesa de Albornoz, con aquel paso de que habla Virgilio, que revela una reina o una diosa, inclinando la cabeza con el aire de vanidad satisfecha de aquel emperador romano que encogía la suya al pasar bajo los arcos de triunfo, por miedo de tropezar en ellos con la frente; seguíala la marquesa de Valdivieso, una de las cómodas amigas de fácil contener que traía ella siempre a retortero para que la acompañasen como damas de honor, sirviendo, según su frase, de marco a su elegancia.
Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altar de la diosa pálida, beben la existencia á grandes tragos, ríen, copean, cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan una noche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de la tempestad.
Y como el conspicuo disputador, dejando su asiento, mostrase querer tomar el ex-voto que la muchacha ofrecía en aras de la diosa Libertad, Amparo se desvió y fuese derecha al patriarca. El corro se abrió para dejarla paso. La muchacha, sin soltar el ramo, miraba al viejo.
Soledad alzó los hombros con ademán displicente y dijo: Allá tú. Velázquez se sintió cada vez más turbado. Una tristeza profunda iba entrando poco á poco en su pecho. La que él imaginaba pequeña barrera fácil de saltar se trasformaba en alta, inaccesible muralla. Entonces halló en su alma palabras sumisas y fervorosas que ofreció en holocausto á aquella diosa irritada.
Tú eres un espíritu superior, y ciertas preocupaciones no te conmueven. No dudes de que ha muerto. Vi su cadáver en una mesa de la clase de disección. ¡Ah, la Suerte! La diosa malvada y caprichosa!... ¡Hasta el último momento jugueteaba con él! Terminaba el invierno. La tarde parecía de primavera, con su cielo azul y límpido y su sol de dulce tibieza.
Para que comprendas bien la diferencia que hay entre nosotras, te diré, aunque peque yo de presumida, que mi estampa retrae al pensamiento la de una diosa del gentilismo, y la suya la de una madonna de antes de Rafael. Las caricias y las alabanzas, que yo le prodigaba, eran siempre tiernamente recibidas y pagadas por ella. Había, sin embargo, entre nosotras no poco que limitaba la expansión.
Del cacique Martin, un indio tuerto, Era hija la india, y muy hermosa: Por muger se la diò, que andaba muerto Por ella: ¿A quien no mata aquella Diosa? El mozo, como siente el grave tuerto De Mendieta, que es burla muy penosa El cuerno al ojo, hizo á los paganos Matasen
De esta procesión en honor de la diosa Holda, que se celebraba en las casas, para premiar las buenas hilanderas y castigar las holgazanas, viene sin duda la de la Virgen María en la vigilia de Navidad con San José y el siervo Ruperto.
Palabra del Dia
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