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Actualizado: 13 de julio de 2025
¡Oh! ¡Lo que es por mí no quedarría! exclamó lleno de ardor bélico el tío Frasquito . ¡Pero si es imposible! ¿Sabes lo que pasó con Paco la Granda... otro animal como él?... Pues le hizo Diógenes una barrabasada, y Paco le mandó sus padrinos.
Miróle el fondista extrañado, con ira casi, y contestó con toda la brusca hombría de bien del genuino guipuzcoano: ¡Quite usted, caballero, allá!... ¿Usar eso en Guipúzcoa?... ¡Nunca!... Diógenes dio un suspiro de descanso y se echó a llorar.
El tío Frasquito, cepillado ya, limpio y resplandeciente, con sus finísimos guantes de piel de Suecia en una mano y un ligero cabás de Leopoldina Pastor en la otra, entró en el comedor y pidió un refresco de grosella... No llegó a tomarlo: una muchacha de las del servicio apareció dando gritos, sin poder articular, haciendo gestos desesperados de que la siguiese... En un pasadizo cerca de la cocina, frente a una puerta entreabierta, estaba Diógenes, tendido boca arriba, con los brazos en cruz, doblada una pierna, revestido el semblante de una palidez cadavérica, sobre la que se destacaba sus rojas manchas granujientas, amoratadas entonces, casi negras: parecía muerto.
La marquesa se adelantó entonces, y sin asco ni temor apretó entre las dos suyas aquellas manos sudorosas. ¡María!... ¡María!... exclamaba Diógenes. ¿Qué es eso, Perico?... ¿Qué es eso, hombre? decía ella dulcemente, inclinando su rostro lleno de lágrimas sobre el desencajado del viejo.
Diógenes, que, a mitad del camino pareció hacer de repente al tío Frasquito gracia de la vida, arremetió briosamente contra la hueste femenina, diciendo que era maldición de gitanos: «¡en lengua de hembras te veas!»; que quien dijo mujer, dijo demonio, y que de tan mala ralea era la casta, que todos, todos los bichos, hasta las chinches, ¡polaina!, eran mujeres...
No pudiendo, pues, ganarlo en persona, ideó ganarlo en efigie, discurriendo para ello hacerse retratar por Bonnat y enviar la obra maestra de exposición en exposición, para que, apoderándose de ella el buril y la fotografía, no quedara rincón del mundo en que se ignorase que la condesa de Albornoz tenía los ojos, según la frase de Diógenes, pasados por agua.
Oyóla muy bien Diógenes, y liándose al cuerpo el waterproof, con el garbo del torero que se ciñe la capa para hacer con la cuadrilla el saludo al presidente, quiso hacer una pirueta; un ligero vahído se la cortó, sin embargo.
Llamábase Pedro de Vivar, era segundón de una gran casa, vivía del juego el tiempo que no estaba borracho y hacíanle famoso en Madrid su cinismo y sus cuentos chocarreros, conociéndole todo el mundo por el nombre de Diógenes.
Vistióse apresuradamente, bajó azorado, aturdido, y entró con ellos en el coche; y este comenzó a rodar, sin que él se diese cuenta de lo que hablaban, ni de lo que le decían, ni del camino que tomaban, ni pudiera definir otra cosa en su mente que un cartel de toros pegado en la esquina de la casa de Alcañices y un guardia que, al pasar ellos, abría la verja del Retiro, con grandes patillas blancas, iguales a las de Diógenes. ¿Por qué tendría aquel hombre patillas y no bigote?... Esto le preocupó un momento, y volvió a acordarse de ello cuando, una hora después, se detenía el coche a la entrada de una inmensa alameda formada por árboles frondosísimos, en que miles y miles de pájaros cantaban en todos los tonos las maravillas de Dios... Había allí un hombrecillo con patillas ralas y gafas de oro, tan pálido como él, tan azorado y tembloroso, con otros dos señores muy serios.
Jacobo, aburrido de aquella charla insustancial y mujeriega, estuvo por decir que le parecía mejor la punta de un cuerno, y el tío Frasquito, viendo que no contestaba, se apresuró a añadir: Yo creo que en el Rreal... En la Óperra se hizo la de Parrís, cuando los inundados de Szegedin, y estuvo brillantísima... Perro, francamente, le temo a Diógenes, que se colocarrá allí, de seguro... le temo, le temo; te digo que le temo.
Palabra del Dia
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