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Actualizado: 20 de junio de 2025


Al penetrar en el despacho, Esteven se volvió, y percibió allá, en el fondo del salón rojo, a su cuñado, que le miraba, y se le antojó, porque otra cosa no podía ser, dada la distancia y la poca luz, que estaba alegre y se sonreía y hasta le sacaba la lengua; pura aprensión de su espíritu suspicaz, porque el otro, tan pronto como hubo conocido al visitante, se sumergió entre sus papeles, renegando, sin duda, de los negros que no tienen manos para cerrar las puertas.

Fortunata se le puso delante cuando volvía hacia la mesa central. «Tenía que hablar contigo... Como no se te ve... ¡Ay, qué amigas estas, se muere una sin que le digan nada!». Algo se tranquilizaba Aurora con este lenguaje, y sonriendo contestó: «Hija, con tantas ocupaciones, no tiene una tiempo para visitas. Pensé ir a verte... Pero siéntate». Estoy bien así... Pronto despacho.

EVARISTA. ¿Le has visto? DON URBANO. . Allí le dejo trabajando en el despacho, con un tino, con una fijeza de atención que pasman. ¡Qué cabeza! EVARISTA. ¿Tiene noticia de la última voluntad del pobre Cuesta? DON URBANO. . DON URBANO. Si lo está, no se le conoce. Es tal su entereza, que ni en los casos más aflictivos deja salir al rostro las emociones de su alma grande...

Los amantes, viéndose solos, dedicaron gran parte de la tarde al arreglo de los muebles. Los habían dejado los portadores agrupados en el centro de la habitación que destinaba Isidro para despacho. Después de largas reflexiones y no menores titubeos, se dispusieron los jóvenes a colocarlos.

No salía yo a la calle más que a las horas de trabajo, y al volver del despacho me pasaba las horas al lado de la huérfana, cada día más enamorado de ella. Una o dos veces, en toda la temporada, fui a las rifas de Navidad, que congregaban todas las noches en la Plaza a los pacíficos habitantes de Villaverde.

El dependiente se creía bien retribuido, considerábase feliz pensando que hacía seis años nada más, ganaba mil quinientas. Todos los días, antes de dar su paseo matinal y emprender sus visitas de negocios, daba el duque una vuelta por el despacho de Llera, se enteraba de los asuntos y conversaba con él un rato largo o corto según las circunstancias.

Y le dejaba encerrado con llave en su despacho. Balzac fué también un forzado del trabajo literario. Murió literalmente víctima del exceso de labor. Se acostaba a las seis de la tarde y se levantaba a las doce de la noche, se envolvía en una especie de capuchón frailuno, tomaba un gran tazón de café y a la luz de una araña de siete bujías trabajaba hasta las doce de la mañana.

«Hola, D. Evaristo dijo deteniéndose un instante a estrecharle la mano . ¿Cómo va la salud...? ¿Bien? Me alegro... Conservarse... Muy ocupado... Junta en el despacho del jefe... Abur». Buen pelo echamos, ¿eh?... Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós. Al quedarse otra vez solo, D. Evaristo arrugó el ceño. Ocurriósele una contrariedad que entorpecería su plan.

Pasaron al gabinete donde habían de tomar el café, y allí quedó Julián solo unos instantes mientras la viuda, llamada por la doncella, entró en la habitación que fue despacho de Gabriel. ¿Qué quieres? ¿Para que me molestas? preguntó.

Y gozoso casi en igual medida que los novios se dirigió a su despacho para trasladar a su diario las impresiones de aquel día, uno de los más memorables de su vida.

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