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Actualizado: 9 de octubre de 2025


No decimos el nombre de la niña, porque no lo sabemos; es más, no lo sabe nadie. Su ama cuando la llama, dice solamente ¡una! y esa una es la desgraciada hija de la cigarrera. Es cierto que estos abusos van desapareciendo ante la asidua vigilancia de la autoridad; más sin embargo, tipos como el anterior se encuentran todavía en Filipinas.

No, señor. Nieto se dolió de esta ignorancia con suavidad, como si en ello le fuera algo. Era un hombre alto, grueso, de fisonomía abierta y simpática. Sin saber por qué, parecía interesarse en mi negocio y no se cansaba, mientras caminábamos, de hacerme preguntas por donde pudiera ponerse en la pista de la cigarrera.

Preguntele si la conocía, y me dijo que se le figuraba que era la misma que alguna que otra vez me traía recaditos. «Paca», dije para , y salí del comedor apresuradamente. En efecto, hallé en el patio a la cigarrera, quien avanzó precipitadamente a mi encuentro, con la fisonomía pálida y descompuesta, diciendo: ¡Señorito, se la yevan! ¿Se la llevan? ¿A quién? ¿A quién ha de ser? ¡A mi señorita!

Caballeros, ¡y qué par de ojos se trae la socia! Luego continuó, dirigiéndose a su enorme compañera, con el mismo acento que si hablase a un perro: Oye, , ¿no encuentras que esta joven se parece mucho a Nicanora, la cigarrera de la calle de Mira el Sol?...

Pues así como se hallaba Paca comunicándome estos pormenores, oímos hacia el pasadizo de entrada unos formidables maullidos, que a me parecieron al principio de un gato monstruoso. Después empecé a dudar que fueran producidos por ningún individuo de la raza felina. Ahí está mi marío dijo la cigarrera, levantándose agitada. ¿Su marido? pregunté con sorpresa.

Así discurría Amparo, mientras bajaba hacia la Puerta del Castillo, defendida todavía, como in illo tempore, por su puente levadizo y sus cadenas rechinantes. Al propio tiempo subían unas señoras, con las cuales se cruzó la cigarrera.

Y la muchacha iba ascendiendo a personaje político. En la ciudad comenzaban a conocerla, y hasta oyó una vez, al pasar por la calle Mayor, que murmuraban en un corrillo de hombres: «Esa es la cigarrera guapa que amotina a las otras». En su barrio todos la embromaban: el mancebo de la barbería pronunciaba un festivo «¡Viva la Repúblicasiempre que Amparo cruzaba ante su puerta; y la señora Porreta murmuraba con voz cascajosa y opaca: «Salú y liquidación sosial». Si alguien cree que fue rápida la metamorfosis de la niña callejera en agitadora y oradora demagógica, tenga en cuenta que más prontamente aún que la Fábrica de tabacos de Marineda, se gaseó la nación hispana. Ni visto ni oído. Contaba la Gloriosa menos de un año, y ya nadie sabía a qué santo encomendarse, ni a dónde íbamos a parar, ni dónde dar de cabeza. Abundaban las manifestaciones pacíficas, acabando siempre como el rosario de la aurora. En la frontera, agitación carlista; el Gobierno interna que te internarás, y los internados acá, volviendo a meterse en España media legua más allá, mientras en Madrid se fabricaban activamente, y sin gran reserva, fornituras, arneses y mantillas, que en los ángulos lucían una corona y las iniciales C. VII, y en Vitoria recorrían las calles grupos de jóvenes con boina blanca y garrote en mano, victoreando a las mismas iniciales. A bien que en Puerto Rico la guarnición aclamaba otras cosas, y en

En una contrabarrera pavoneábase orgulloso el marido de Encarnación, la hermana del diestro, un talabartero con tienda abierta, hombre sesudo, enemigo de la vagancia, que se había casado con la cigarrera prendado de sus gracias, pero con la expresa condición de no tratar al «maleta» de su hermano.

Algunas mujeres subieron a ver el cadáver de la hija de Maricadalso, cuyo ataúd acababa de traer López. Era una muchacha bonita, cigarrera, con opinión de honrada. Maricadalso subía a su casa, lloraba junto al cuerpo de su hija, bajaba a gritar de nuevo, blasfemando, volvía a subir y a llorar.... Ya no parecía la Muerte sino la Locura cantando a su modo el Dies irae.

Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza. ¿Se le ocurre a usted alguna cosa? preguntó él medio desvanecido aún, con ronquera que rayaba en afonía. Nada respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén sus ojuelos verdes : Don Enrique añadió , ¿sabe usted lo que venía pensando? Diga usted....

Palabra del Dia

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