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Actualizado: 3 de mayo de 2025


Era la miss animosa de la propaganda evangélica que recorre el globo esparciendo Biblias con fría sonrisa, sin miedo a las burlas de los civilizados ni a la brutalidad de los salvajes; pero lo que Lucy repartía eran excitaciones a la revuelta, y no buscaba a los dichosos, sino a los desesperados, en las fábricas y en los arrabales infectos.

Todo estaba trocado: la brutalidad se llamaba energía; sencillez el desaliño indecente; franqueza la grosería, y virtud el no tener entrañas para la compasión. Recordaba yo las épocas de mayor tiranía, y no hallaba época alguna peor, sobre todo si se considera que estábamos en el centro de Europa y que llevábamos tantos siglos de civilización y cultura.

Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento.

La petulancia caballeresca, la fogosidad de las costumbres y la agudez del lenguaje del italiano Mercucio, no tienen más verdad que la ferocidad sensible y la heroica ingenuidad de Otelo, ni más individual que el vaporoso infantilismo de Puck y la grosera brutalidad de Caliban.

Pero no es posible que mi padre me haya dejado en las manos de ese demonio, de ese individuo cuyo solo nombre es sinónimo de todo lo que implica brutalidad, astucia y maldad. ¡No puede ser cierto... debe haber algún error, señor Greenwood... debe haberlo! ¡Ah! usted no conoce como yo la reputación de ese inglés tuerto, porque si la conociera, preferiría antes verme muerta que asociada a él. ¡Debe salvarme! gritó aterrorizada, estallando en un torrente de lágrimas.

A Dios y a los hombres, señora respondió Elena con cándida intrepidez y sin echar de ver las sonrisas de todos. ¡Diablo! exclamó Kisseler con su brutalidad de siempre; pido que se agregue a las señoras... Elena no lo oyó, aturdida por la risa estrepitosa de Sofía, a quien estas bromas gustan extraordinariamente. Nos levantamos de la mesa al ruido de aquellas carcajadas, y pasamos al salón.

Antes se contenían aún por la común falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear. Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca.

Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí avergonzado de mi brutalidad y le solté. Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí. Entonces pude verle. Era un campesino pequeño y enjuto; un pobre diablo con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro.

La intolerancia religiosa, que los historiadores extranjeros creen un producto espontáneo del suelo español, nos fue importada por el cesarismo germánico. Era el fraile alemán, que llegaba con su brutalidad devota y su locura teológica, no templada, como en España, por la cultura semita.

La guerra se mostró á los ojos de Desnoyers con toda su cruel fealdad. Había hablado de ella hasta entonces como hablamos de la muerte en plena salud, sabiendo que existe y que es horrible, pero viéndola tan lejos... ¡tan lejos! que no infunde una verdadera emoción. Las explosiones de los obuses acompañaban su brutalidad destructora con una burla feroz, desfigurando grotescamente el cuerpo humano.

Palabra del Dia

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