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Actualizado: 10 de octubre de 2025
¡Qué barbaridad! exclamaba la niña cogiendo uno con ambas manos, sin lograr ni con mucho abarcarlo. Y poseída de repentino entusiasmo y admiración, añadía: ¡Qué fuerte, qué hermoso eres, Gonzalo! Déjame morderte esos brazos. Y se inclinaba para hincar sus dientes menudísimos en ellos. Pero el mancebo tendía sus férreos músculos, y los dientes resbalaban por la piel sin penetrarla.
El ruido de la guitarra y de los cantos de los ciegos arreció considerablemente, uniéndose al estrépito de tambores de Navidad. «¿Y tú no tienes tambor?» preguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza. ¡Que barbaridad! ¡Miren que no tener tú un tambor...! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?
Iba a decir una barbaridad. Y don Antolín siguió lanzando indignadas lamentaciones, hasta que al pasar frente a la puerta de su casa asomó Mariquita el abultado y feo rostro. Tío, basta de paseo. Se enfría el chocolate. Aun después de desaparecer el sacerdote dentro de su casa, siguió la sobrina sonriendo amablemente a Luna. ¿Usted gusta, don Gabriel?
Traía en un gran lío toda la ropa de Riquín y algo de la del ama. «La fiera dijo me mandó sacar todo esto. Está bramando. ¡Ay señorita!, si usted le dice dos palabras al salir, hay reconciliación... Yo lo siento. Está arrepentido de su barbaridad. Yo quería traer más; pero no me dejó. Mañana llamará a las prenderas... ¡Ay! ¡Qué lástima! ¡Qué riqueza hay allí!».
De todo ello tomó pie don Ventura para alabar la conducta de los declarantes y condenar las doctrinas impías, objeto principal de la protesta. «Atacar la religión de cierto modo, vamos, se ve a menudo; pero, hombre, ¡negar a Dios; a Dios Uno y Trino, Grande, Omnipotente y Misericordioso!... ¡y en Villavieja! ¡Qué barbaridad!» Y lloraba de espanto y pesadumbre el bendito varón.
Y siempre esperando compradores fantásticos que vendrían de Inglaterra, de Francia, de no sé dónde, para hacer ferrocarriles y obras de riego y qué sé yo cuántas cosas más. Yo, que estoy por lo positivo, le decía: «Vende, Ricardo, vende». Sólo pude lograr que vendiera unos terrenos. Le pagaron una barbaridad. Y nos fuimos a Europa.
Miraba de frente al joven con sus grandes ojos verdes, luminosos y burlones, con tal franqueza, que Rafael inclinó la frente tartamudeando. No se casaría usted, y haría muy bien. ¡Como que resultaría una solemne barbaridad! Yo no soy de las mujeres que sirven para eso. Muchos me lo han propuesto en mi vida, acreditándose con ello de imbéciles.
Les atendí, les hice toda clase de favores. «Tengan ustedes cuidado dije muchas veces ; piensen que soy chueta, y los chuetas son gente muy mala.» La mujer reía. ¡Qué barbaridad! ¡Qué atraso el de la isla! Judíos los había en todas partes y eran gentes iguales a las otras. Nos vimos menos, trataron a otras personas.
Y, por último, ¿no es el mayor de todos la ocurrencia de Pito? Porque ¿de qué hubieran servido los otros sin esa barbaridad?
Su entendimiento era el de un toro de ocho años y su fuerza también, sobre todo cuando se ponía ó lo ponían colérico; por cuya razón era muy respetado y temido, y ninguno quería contradecirle aunque dijese una barbaridad, y solía decirlas de monumental calibre. Indudablemente fué el P. Procopio eco fidelísimo de la opinión general.
Palabra del Dia
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