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Actualizado: 14 de octubre de 2025
Ya se sabia la fuga de ámbos: fuéron pues en su seguimiento hasta Cadiz, y sin perder tiempo salió un navío en su demanda. Ya estaba la embarcación al ancla en el puerto de Buenos-Ayres, y acudió la voz de que iba á desembarcar un alcalde del crímen, que venia en busca de los asesinos del ilustrísimo Señor Inquisidor general. Al punto dió órden la discreta vieja en lo que habia que hacer.
Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su entrada fué cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella existió. Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los arrastrara.
Delante de los ojos la tenía, tendida en el suelo, inmóvil, helada, con esa monstruosa mancha de sangre en la pálida sien, y una ansia mortal lo sofocaba, porque quería creer que la muerte no la había destruido enteramente; quería creer que su alma milagrosa vivía aún, velaba sobre él, le repetía sus palabras de fe y perdón; pero no podía, porque si la voz suave que todavía le hablaba al oído le persuadía de que sí, la ultrahumana vida de aquella alma no bastaba a consolar su existencia: sus ojos mortales tenían necesidad de ver; sus oídos mortales tenían necesidad de oír, sus manos necesitaban estrechar aquellas otras manos, tocar el ruedo de aquella falda, ¡y esa necesidad iba a quedar satisfecha para siempre! ¿Perdonar a los asesinos? ¡Su deber era vengarla!
Yo estaba más muerto que vivo y ya me veía rodeado de una banda de asesinos. El cochero estaba quizá más asustado que yo, quizá los caballos tuvieron conciencia del peligro, porque se pusieron a volar como el viento.
De los condenados a muerte, dos eran los asesinos del jovenzuelo del escritorio: los otros tres iban al suplicio en clase de peligrosos, por hablar, por amenazar, por creer fieramente que tenían derecho en el mundo a una parte de felicidad. Mucha gente guiñaba los ojos con malicia al saber que el Madrileño, el iniciador de la entrada en la ciudad, sólo iba a presidio por algunos años.
¿Y quién le enseñó a trabajar, mi sargento? ¿Porque usted no habrá aprendido solo, supongo? ¡No!... ¡Qué esperanza!... ¡A mí me trajeron expresamente un maestro de Inglaterra, uno de esos tigres que conocen por la cabeza a los ladrones y a los asesinos!... ¡Mis maestros, amigo, son los que deben tener ustedes..., si quieren servir para algo: los ojos, los oídos y las piernas!
No aconseja el prelado la violencia; pero, en los tiempos que corren, la violencia resulta naturalmente de una preparación adecuada de la conciencia popular, y cuando el pueblo supone que su propio gobierno es el causante, el educador nada menos de los ladrones, los asesinos, los corrompidos, es verdaderamente un pueblo muerto aquél que no trate de barrer por cualquier medio al gobierno, máxime si es extranjero, que de tal suerte corrompe a los ciudadanos.
Los restos del interés, que mueve la primera tragedia de Nise lastimosa, desaparecen enteramente en la segunda, titulada, como ya hemos dicho, Nise laureada, puesto que su argumento, incompatible con la acción dramática, y reducido á la expiación de los asesinos de Inés, se desenvuelve deplorablemente en cinco largos actos.
Dijo que toda la historia del pájaro verde era un sueño ridículo de su hija y de la lavandera, y se lamentó de que, fundada su hija en un sueño, enviase a tantos asesinos contra un Príncipe ilustre, faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos los preceptos morales. ¡Ay hija! exclamaba tú has echado un sangriento borrón sobre mi claro nombre, si esto no se remedia.
¡A Italia!... no, porque los asesinos son castigados con la muerte, ¿no lo sabes, Blasillo? ¡Dios mío! ¡usted asesino! dijo el muchacho con espanto. Escucha. Blasillo, yo tenía catorce años; mi hermana Sed'lha y yo conducíamos a nuestro padre que apenas podía andar, cuando cayó herido de un tiro de carabina. Era el fruto del odio santo, que nos tenía un cristiano.
Palabra del Dia
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