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Actualizado: 1 de julio de 2025
Los preparadores del trépang aún no habían encendido las fornallas y sostenían viva discusión con el viejo marinero, el cual de vez en cuando daba alguna que otra puñada en la rapada cabeza a los hombres amarillos. ¿Qué pasa aquí? preguntó Van-Stael desde lejos, arrugando el ceño. ¿Habrán asaltado los indígenas el campamento? dijo Cornelio. No puede ser: habríamos oído los tiros.
Sin embargo, esta derivación no es probable, puesto que tenía el mismo nombre antes del descubrimiento del Nuevo Mundo. Mas verosímil es que procediese de los azulejos amarillos de que estaba revestida, y algunos de los cuales se conservan aún.
Sobre la pulidez y el aseo del peinado, y como matorral a pie de enhiesta torre, relucían, junto a las peinetas de carey, las moñas de jazmines, la albahaca y otras hierbas de olor, y las rosas y los claveles rojos, amarillos, blancos y disciplinados.
Juanita Vélez, doncella cuarentona, larga y enjuta, por el estilo de su padre, lacia de pelo, de buenos ojos y muy regulares facciones, vestida de finas telas, pero muy antiguas; presuntuosamente simple el corte de su atalaje, pero también algo anticuado; y, por último, Manrique, el menor de los Vélez, hermano de Juanita, un giraldón desvaído y soso, con la boca muy grande y los dientes amarillos, mucho pie, largas piernas y bastante nuez.
Juzgué que debía tener alrededor de veintiocho años, y me pareció un hombre vulgar, mal educado, de nariz chata y ancha y cabellos amarillos, cuya figura pesada, apoyado como estaba contra el bajo parapeto, era indudablemente la de un agricultor.
Había una cuadrilla de indios con trajes de piel de ciervo curiosamente bordados, cinturones rojos y amarillos, plumas en la cabeza, y armados con arco, flechas y lanzas de punta de pedernal, que permanecían aparte, como separados de todo el mundo, con rostros de inflexible gravedad, que ni aun la de los puritanos podía superar.
El mastín no podía, literalmente, ejecutar el esfuerzo del ladrido: temblábanle las patas, y la lengua le salía de un palmo entre los dientes, amarillos y roídos por la edad. Apaciguáronse los perdigueros a la voz del señor de Ulloa, con quien habían cazado mil veces; no así el mastín, resuelto sin duda a morir en la demanda, y a quien sólo acalló la aparición de su amo el señorito de Limioso.
Son admirables algunos mármoles negros, amarillos, y veteados, producto de los Pirineos, de las montañas del Jura, de los Alpes, los Vosgas, etc.; y al ver tan hermosas y variadas muestras se extraña que, comparativamente, no se dé á los mármoles en Francia toda la aplicacion de que son susceptibles.
Amigo, hágame el favor de traer pluma y papel... Espere; deme la medicina, esos polvos amarillos... ¿cuáles?, no sé... Pero deje, deje, que me tiene que escribir una carta. Ninguno, ¿ya para qué?... Ándese pronto, que me voy... que me muero. ¡Que se muere! Vamos... no bromee usted. Don Plácido, si no me sirve para esto, llamaré a otra persona.
Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que me mamo el dedo! Con esto, andaba tan solícito y tan contento que se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie.
Palabra del Dia
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