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Actualizado: 28 de julio de 2025
Y le ha tenido con razón dijo con acento lleno y majestuoso la reina ; le ha tenido y debe tenerlo; se ha atrevido á sus reyes y se atreve; Lerma caerá... caerá... y yo pisaré su soberbia, yo que me he visto indignamente pisada por él. ¿Y sabéis, sabéis á quién se debe todo este cambio?... ¡A Dios! dijo con una profunda fe el padre Aliaga.
La fotografía de la primera página era más reciente y en ella resplandecía, con el fino tipo de las Aliaga, una maravillosa cara de mujer, la madre de ellas. Más que su noble belleza, impresionaba el alma de los ojos, profunda, dulce, y su expresión singularmente parecida a la de Laura. Este retrato ejercía sobre Adriana una especie de fascinación. Solía largamente contemplarlo.
Su pensamiento estaba fijo en el bufón del rey, que según él, debía llegar de un momento á otro. Montiño había llegado á ponerse en la situación de uno de esos grandes estorbos que contrarían al más paciente. Sin embargo, el impenetrable semblante del padre Aliaga no se alteró. Montiño se le había venido encima con una petición á que no podía negarse como sacerdote.
Pero no importa; si vuestro padre tardó en ser capitán, en cambio vuestro padre no hizo, de seguro, al rey un servicio tal como el que vos le habéis hecho esta noche, porque sirviendo á la reina habéis servido al rey y á España. Decid, pues, á fray Luis de Aliaga que deseáis ser capitán de la guardia española del rey. Pero... yo no pedía tanto.
Esperad, esperad un momento dijo pasando junto á una puerta de un corredor. El gentilhombre esperó. El padre Aliaga entró en aquella celda. En ella velaba un religioso. Amigo Benítez le dijo el padre Aliaga: salgo del convento de orden del rey, y acaso no vuelva tan pronto. ¿Cómo? ¿os prenden? dijo el padre Benítez, que era un religioso anciano. No por cierto; pero me hacen inquisidor general.
Todas estas contestaciones pasaron en dos horas después de que el padre Aliaga volvió aquella mañana de palacio. El Consejo de la Suprema le dejó en paz esperando á ver por dónde saldría el fraile dominico, á quien todos, exceptuándose muy pocos, creían un pobre hombre.
Después que la cerró, se levantó, pero se detuvo y volvió á sentarse y sacó otro papel y escribió otra carta. Aquella carta era para el padre Aliaga. Decía así, después de la indispensable cruz y de las iniciales de la sacra familia: «Ilustrísimo y excelentísimo señor inquisidor general: He recibido la carta en que vuestra excelencia ilustrísima tiene la bondad de reprenderme.
Y le recordó, pero de una manera truncada, á trozos. ¡Oh! dijo ; la reina me decía que importaba mucho que ese joven estuviese en palacio... en la guardia española... me mandaba comprarle una provisión de capitán... y me hablaba con calor de él... El alma del padre Aliaga se ennegreció más.
¿Sois acaso pariente del cocinero mayor del rey? Soy su sobrino, hijo de su hermano. ¿Qué servicio habéis prestado á su majestad? dijo de repente el padre Aliaga. Lo ignoro, padre. Pero... Si esa carta de su majestad no os informa, perdonad; pero guardaré silencio. ¿Qué edad tenéis? Veinticuatro años. Quedóse un momento pensativo el padre Aliaga. Habéis matado ó herido á don Rodrigo Calderón.
El duque leyó aquella carta. En ella, por instigación del padre Aliaga, como dijimos en su lugar, la madre Misericordia desvanecía todas las sospechas del duque acerca del género del conocimiento que podía existir entre su hija y Quevedo. Pero como el duque sabía ya por su misma hija que era amante del tremendo poeta, no pudo menos de fruncir el gesto.
Palabra del Dia
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