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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Parécele á Al-hakem que las fuentes del patio de las abluciones no corresponden á la grandiosidad de la mezquita, y manda colocar en él cuatro magníficas pilas de una sola pieza, dos para las mugeres á la parte de oriente, y dos mayores para los hombres á occidente; pero quiere que estas pilas mayores asombren por su tamaño y vengan labradas de la misma cantera de la sierra.

A un gesto de la mujer, Ramiro, quitándose la gorra, introdujo la cabeza, y miró hacia la estancia contigua. ¡Pareciole soñar! Era un cuarto de abluciones, lleno de paz secreta y somnífera. La luz sólo entraba por algunos agujeros de la bóveda, a través de gruesos cristales en forma de estrellas que imitaban el color del carbunclo, del zafiro, del topacio, del berilo.

Una mañana entró Sabel a la hora de costumbre con las jarras de agua para las abluciones del presbítero, que, al recibirlas, no pudo menos de reparar, en una rápida ojeada, cómo la moza venía en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanquísimos, pues Sabel, que se calzaba siempre y no hacía más que la labor de cocina y ésa con mucha ayuda de criadas de campo y comadres, no tenía la piel curtida, ni deformados los miembros.

Alzanse como por encanto los gruesos muros, las torres que les sirven de estribos, los espaciosos machones de la gran cisterna: tiéndese sobre estos la espaciosa bóveda subterránea destinada á sostener el ameno pensil de las abluciones: elévase ya sobre cimientos de asombrosas dimensiones el cuerpo primero del alminar, de donde ha de partir cinco veces cada dia el sonoro clamoreo del aliden : no parece, en fin, sino que los genios gigantes de las montañas de Kaf hacen rodar hácia el Guadalquivir desde las canteras de la selvosa sierra de Córdoba los poderosos sillares cortados, y que las encantadas péris del Eufrates, jugueteando en las túmidas ondas del gran rio y sus cañaverales, dirigen en las nocturnas horas al son de las inefables armonías asirias la obra de los jines propicios que Azazil envía como invisibles auxiliares al creyente fundador. ¿Quién, en efecto, sino ellas puede inspirar á los ingeniosos artífices levantinos empleados en la decoracion de ese monumento, los inimitables y bellísimos adornos que traza su mano sin fatiga, y como trasladando á los planos de estuco y de mosáico los contornos de las flores y vástagos del jardin del Paraiso?

A pesar de esto, no es creible que fuese este sultan el que llevára á la mezquita mayor las aguas de la sierra para el atrio de las abluciones, porque al hablar Al-Makkarí de las mejoras hechas en el gran edificio por Al-hakem II muchos años despues, á entender su traductor que hasta el tiempo en que este Califa construyó los cuatro nuevos pilares para el alguado y las purificaciones surtiéndolos con agua de la sierra, no habia habido para estos usos mas fuente en el patio mencionado que la de un gran depósito que se llenaba con agua de una noria vecina, probablemente movida por un camello.

Maltrana creía verle con diverso aspecto en las varias horas del día: soñoliento y torpe al amanecer; alegre y risueño después de las abluciones matinales; pesado y cabeceador luego de mediodía, al adormecerse el Océano bajo el incendio solar; melancólico y rumoroso como un jardín antiguo a la caída de la tarde, cuando las cubiertas se teñían de un rojo naranja, prolongándose las sombras de las personas con la esbeltez de los cipreses; ruidoso y frívolo al cerrar la noche, con una alegría semejante al hervor del champán, a la sonrisa de unos labios pintados, a la languidez de unos ojos engrandecidos por el kohol.

Sólo cuando a doña Martina su madre le venía en mientes sacarlo a paseo o llevarlo a misa o de visita a alguna casa se le podía ver; mas para esto era necesario que aquella señora le condujese al piso segundo y se encerrase con él en un cuarto que pudiera llamarse de las abluciones; al cabo de media hora después de haber sufrido una razonable cantidad de repelones, estirones de orejas y bofetadas, que doña Martina creía indispensable asociar siempre a su tarea, salía el buen Enrique lloroso y suspirando, pero más limpio que una patena.

En efecto era así, y a no mediar ciertas ideas de devota pudicicia, él extendería las abluciones frecuentes al resto del cuerpo, que procuraba traer lo más aseado posible.

En virtud de la doctrina de la expiación del pecado por el sufrimiento, y en repudio de las costumbres paganas, el desaseo fue erigido en virtud religiosa, y más tarde Mahoma estableció las abluciones como una práctica religiosa.

Parecían catecúmenos que luego de las abluciones y de vestir nuevas túnicas no saben qué otra ceremonia les aguarda más allá de la puerta cerrada. Miraban con inquietud la tierra que iba costeando la nave, una barrera amarilla, ondulosa, de cumbres bajas. ¿Qué encontrarían en aquella América?... Ya no sonaba el acordeón; los rusos habían olvidado su danza gimnástica.

Palabra del Dia

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