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Las mujeres, con los brazos y los ojos bajos, brincaban mucho menos y recibían la ruidosa y tosca adoración de su pareja dignamente y ruborizándose. Pero ¡quién se acordaba de ninguna de ellas teniendo á la vista la figura encantadora y risueña de la condesa de Trevia!
Una de las manos, prodigio de finura, descansaba en el regazo; la otra pendía fuera de la butaca. El fuego la envolvió también en una mirada larga que prestó á su rostro mayor trasparencia. El conde de Trevia vino silenciosamente á sentarse en la otra butaca y quedó mirándola fijamente. El aya no apartó los ojos de la lumbre. Ya estoy aquí dijo con impaciencia al cabo de un rato de contemplación.
Al decir esto se sentó, y tomando pluma y papel trazó con agitación y disfrazando la letra la siguiente carta: Excmo. Sr. Conde de Trevia. Si mañana sales á cazar con tu señora, abre mucho los ojos y quizás podrás ver á quien te roba la honra. Después de cerrarla y escribir el sobre llamó á la criada. ¿Se ha acostado ya tu hermano? No, señorito. Pues hazme el favor de decirle que suba.
¡Hola! ¿Vienen ustedes de visitar á la ilustre familia de los Trevia? dijo Paco Ruiz, que era un mozo guapo y arrogante, de ojos negros expresivos, barba recortada y que á la sazón mordía, cerrando los ojos voluptuosamente, un magnífico cigarro habano. Sí, venimos de la Segada. ¿Repartían por allá monedas de cinco duros?
Figúrate que mi contrincante el conde de Trevia, hombre de carácter extravagante, y que algunos daban por loco, llegó á este país en los comienzos del verano, con toda su familia. La señora era una mujer de singular hermosura y llena de atractivos en su parte moral, si no miente la fama.
Cuando volvió á su país, hacía poco más de un año, había perdido el hábito de trabajar en las faenas del campo, aunque ganara mucho en el manejo de la pluma y buenos modales. Por influencia de Matilde y su marido entró como administrador subalterno de la casa de Trevia, habitando en el palacio de la Segada y dependiendo del administrador general, que residía en la capital de la provincia.
Así era la vida que la opulenta condesa de Trevia, gloria y admiración de los salones de la corte, verdadera estrella Sirio de la sociedad madrileña, encontraba dulce y amable. Algunos días salía de caza, con no poca pesadumbre, pues aunque amaba el ejercicio y los campos, aborrecía la muerte de los animales inocentes. Además, se veía precisada á estar con él algunas horas.
Sus manos son tan finas y delicadas que si, como vulgarmente se cree, éste es signo de aristocracia, el conde debía pertenecer á una de las más antiguas y esclarecidas familias de España. Y en parte así era la verdad, porque el señor conde de Trevia pertenecía á una antiquísima familia, pero no española, sino italiana.
El conde de Trevia, en una de las expediciones de caza que hizo á su vuelta de Francia, la vió colgada al balcón tosco y deteriorado de una casa solariega, y no le costó más trabajo que alargar la mano para cogerla. ¡Y qué tiene esto de particular sabiendo la vida que aquella niña gentil llevaba en su casa solariega!
De Octavio Rodríguez á la condesa de Trevia. SERÁ forzoso, pues, que sucumba? ¿El cáliz de la vida habrá agotado para mí su licor dulce y chispeante? ¿No he de apurar ya más que sus heces amargas?
Palabra del Dia
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