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Pues lo mismo están los benditos cuerpos. Aquella misma tarde, después de mirar la puerta del Carmen y los elocuentes muros de Santa Engracia, que vieron lo que nadie volverá a ver, paseaban por las arboledas de Torrero. Jacinta, pesando mucho sobre el brazo de su marido, porque en verdad estaba cansadita, le dijo: «Una sola cosa quiero saber, una sola.

Beña, poeta de circunstancias, a quien yo vi en casa de doña Flora. ¡Y recomendaba a los padres de la patria que imitasen en su atavío al gran D. Pedro, pasmo de los chicos y alboroto de paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado Argüelles, Muñoz Torrero, García Herreros, Ruiz Padrón, Inguanzo, Mejía, Gallego, Quintana, Toreno y demás insignes varones, vestidos de arlequines!

Bajamos del Izarra y salimos por entre las peñas a la punta del Faro. Recalde sabía que en un pequeño fondeadero, labrado entre las rocas del promontorio donde se levantaba la torre solía haber una barca que el torrero utilizaba para pescar; fuimos allá y encontramos la lancha; pero estaba atada con una cadena. Llamamos en el faro, y una vieja nos dijo que el torrero habia ido a Elguea.

Después, cuando nos íbamos a acostar, entrábamos un momento en la habitación del fondo, hecha un revoltijo de cadenas, grandes pesas, depósitos de estaño, calabrotes, y allí, a la luz del candilejo, el torrero escribía en el gran libro del faro, abierto constantemente. Media noche. Buque a la vista por el horizonte. Mar gruesa. Tempestad.

Yo le di las gracias a este hombre, de una generosidad tan absurda, que con poco sueldo y nueve hijos todavía quería cargarse con una persona más, y, al ver su insistencia, accedí; el faro podría ser un buen recurso para Mary, al menos al principio. Nos despedimos del torrero, acompañé a mi prima a casa y volví a Lúzaro. La enfermedad de mi tío Aguirre seguía aproximándose al desenlace.

Unos días después de esta conversación encontré a Mary en su casa, con la hija del torrero, la muchacha amiga suya, con la que iba a pescar detrás del Izarra. Esta muchacha se llamaba Genoveva; pero todo el mundo la decía Quenoveva, y ella estaba convencida de que así se pronunciaba su nombre. Quenoveva me fué muy simpática.

Dentro de la linterna centelleante y cálida, nada más que el constante chisporroteo de la llama, el ruido del aceite cayendo gota a gota, y el de la cadena que va desenrollándose, y una voz monótona, que salmodia la vida de Demetrio de Falerea. Mediada la noche, levantábase el torrero, examinaba por última vez sus mechas, y bajábamos.

El torrero era viudo, y Quenoveva dirigía a sus ocho hermanos como a un rebaño, a fuerza de gritos furiosos. Quenoveva nos pasó a Mary y a al despacho del torrero, lo mejor de la casa, y cerró la puerta para que la prole de chicos y chicas no se nos amontonara encima. ¡Un señorito! decían aquellos pequeños salvajes, con una curiosidad inmensa.

Sobre la mesa se veía un barquito que, sin duda, el torrero estaba tallando con un cortaplumas. Se oyó poco después en el pasillo el ruido de una pierna de palo, y entró el torrero, Juan Urbistondo. Urbistondo era un tipo extraordinario, un viejo lobo de mar.

Una mañana me acerqué al faro de las Ánimas. Al asomarme a la plataforma vi a uno de los chicos del torrero y le pregunté: ¿Está tu hermana? ¿Quién, Quenoveva? . Aquí está. Bajé, y me encontré a la muchacha, despeinada, con las piernas desnudas, envuelta en una falda hecha jirones. Estaba lavando. Al verme, se levantó avergonzada; yo la tranquilicé y le expliqué a lo que iba.