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Urbistondo había sido capitán, durante mucho tiempo, de un paquebot de la carrera Bilbao-Liverpool. La casa armadora, a la que le quedaban algunos barcos de vela viejos, los reemplazó por barcos de vapor.

De Bilbao habían contestado a Urbistondo aceptando mi ofrecimiento. Iba a tener barco que mandar. Fuí a buscar a Mary para traerla a Lúzaro y presentarla en casa de la mujer de Recalde. Era el día de Nochebuena. Llevaba en un estuchito forrado de raso un anillo de oro con unas perlas para Quenoveva, que me había costado ocho duros, y en un paquete unos juguetes para los chicos de Urbistondo.

El faro de las Ánimas era de última clase; alguna persona de influencia de Elguea había conseguido que le llevaran allí a Urbistondo; pero éste creía que el mundo entero dependía de su linterna. Le parecía también un asunto trascendental y complicadísimo encender la lámpara de petróleo y ponerle la chimenea.

El puente de Urbistondo se terminó el 31 de Julio de 1854, y el de D. Francisco de Asís el 15 de Octubre del mismo año, habiendo entrado en la fábrica de aquel 10.651 sillares de piedra y en la del último 9.967, según se lee en los datos que he recogido de sus planos.

El torrero tenía muy poco sueldo para alimentar nueve hijos, y los dos mayores trabajaban en el pueblo como aprendices. Urbistondo pescaba desde el faro con un aparejo que le habían regalado, y vendía su pesca; la Quenoveva también era pescadora; iba con alguno de sus hermanos, en lancha, a coger calamares.

Encontraba algo absurdo que un simple marinero desdeñara a una muchacha como Genoveva; pero no quise discutir con Mary. Días después era la Exaltación de la Santa Cruz, y había romería en Aguiró, un monte próximo a Lúzaro. Fuimos Mary, la mujer de Recalde con su hijo y Genoveva con toda la chiquillería de Urbistondo.

Por la noche velamos el cadáver Urbistondo, el criado y yo, y por la mañana lo enterramos en el pequeño cementerio de la aldea. Al día siguiente Mary fué a instalarse al faro, y Allen, el criado viejo, marchó a vivir a la venta de Izarte. Unos días después, Allen se presentó en mi casa con una pretensión extraña. Traía un devocionario en la mano.

La Compañía recomendó a Urbistondo que no se metiese a favorecerla; pero el capitán, con aquella admirable confianza que tenía en sus facultades intelectuales, no hizo caso. Creía deber suyo no perjudicar a nadie, y el director de la casa lo sacó del barco y lo llevó al almacén, donde le ocurrió el percance de la pierna.

El entierro lo harían al día siguiente en Izarte. Enviamos a un hombre a que encargara el ataúd al carpintero, y Urbistondo y yo nos quedamos en la casa. Me sorprendió bastante ver al médico de Elguea, que allí mismo sobre la mesa extendió la partida de defunción del muerto, a nombre de Tristán Ugarte, de profesión marino. Me chocó, pero no dije nada.

Urbistondo subía las escaleras de caracol de la torre, convencido de su sacerdocio, de la trascendencia de su misión. También le parecía una ciencia profunda y hermética la de conocer las indicaciones del barómetro y del termómetro. El poseía, por encima de todos los barómetros del mundo, su pierna.