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Para mi abuela, las tres millas y media de costa que hay entre Lúzaro y Elguea separan dos mundos aparte: la seriedad de los de Lúzaro, de la petulancia, volubilidad y fatuidad de los de Elguea. Otra causa de enemistad de doña Celestina para su yerno, provenía de ser mi abuela paterna hija de un quincallero suizo, establecido en Elguea.

Varias veces pregunté a Mary si tenía algún proyecto para el porvenir. Ella me dijo que podría dar lecciones de inglés a los muchachos de Elguea y seguir viviendo allá; pero yo le advertí que esto era imposible. ¿Por qué? Porque no, criatura. ¿Cómo le van a tener respeto muchachos de su misma edad o mayores que usted? No puede ser. ¿Y si les enseño el inglés tan bien como otro profesor?

La Iñure me contó que una vez, hace mucho tiempo, un loro que tenía un marino de Elguea lo denunció, y por él se supo que su amo había sido pirata. A pesar de la ciencia y de las habilidades de todos los de su clase, Paquita me era muy antipático; nunca quería contestarme cuando le preguntaba si era casado, y una vez estuvo a punto de llevarme un dedo de un picotazo.

Un día de marzo, sábado por la tarde, de buen tiempo, fijamos para el domingo siguiente nuestra expedición. Yo advertí por la noche a mi madre que íbamos los amigos a Elguea, y que no volveríamos hasta la noche. El domingo, al amanecer, me levanté de la cama, me vestí y me dirigí de prisa hacia el pueblo. Recalde y Zelayeta me esperaban en el muelle.

Quince días después, el cabo de miqueletes del puerto de la carretera de Elguea participó al comandante de Lúzaro que en la peña llamada Leizazpicua encontraron el cadáver de un hombre de unos cuarenta años de edad, arrojado por las olas. Vestía el cadáver, traje de marinero, compuesto de elástica de lana de punto y pantalón y chaleco con botones amarillos.

Me acerqué a contemplar el caserío: la fachada que miraba al mar era toda negra; la otra tenía un jardín abandonado, con dos cipreses secos, y luego una huerta, que se continuaba con un prado. Entré en la casa y llamé. Esperé algún tiempo, y un hombre que trabajaba en la huerta me dijo que el capitán, así llamaba sin duda al amo, no estaba en casa. Había ido a Elguea con su hija.

Desde allí dominábamos toda la ciudad, el puerto hasta la punta de la atalaya, y el mar. Veíamos, a lo lejos, las lanchas cuando entraban y salían, y por delante de nuestra casa pasaba la diligencia de Elguea, que se detenía en la fonda próxima. En el mirador central de esta casita nuestra, transcurrieron los primeros años de mi infancia.

Llevábamos una gran cesta, que Genoveva subió hasta la cumbre del monte en la cabeza sin permitir que nadie le ayudara. Tomamos por el camino de Elguea. Nunca me había fijado en la belleza de este camino. A un lado teníamos el monte poblado de robles, de zarzas, de helechos, de toda clase de plantas salvajes y de florecillas silvestres; al otro lado y abajo, el mar, entre castaños y carrascas.

El hombre de Bisusalde a quien llamaban el capitán era un marino inglés, que vivía con su hija, muchacha de catorce o quince años, y un criado, llamado Allen. Algunos aseguraban que el viejo había sido pirata; pero esto, según la mujer de la venta, eran ganas de hablar. El inglés daba lecciones de su idioma y solía ir todos los días a Elguea, donde tenía varios discípulos.

Sobre las dunas de la playa de las Ánimas la vegetación se hace cada día más tupida, y van llegando las praderas y las heredades de Izarte hasta el borde mismo de la cornisa. Hacía el lado del Izarra, en un pequeño promontorio, hay un faro de poca importancia; por el lado de Elguea se ve toda la costa española y parte de la francesa.