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Esto y mucho más lo meditaba yo voltejeando maquinalmente por el interior de la casona después de haber despedido al médico. Dando, de repente, por bien examinado el punto por entonces, resolví volver a ver cómo andaba mi tío de sus angustias mortales. Pero no entré en su cuarto sin asomarme antes a uno de los vidrios de la puerta que daba a la solana por el comedor.

La despedida a mis viejos, voy a ponerla en sitio visible... ¡ay, Dios mío! ¡cuando entren y la vean! ¡pobrecitos!... aquí, en la mesa, la haría volar el viento; ¿dónde la pondré? en la almohada, prendida con un alfiler... ¡así! ¿estoy pronto ya? saldré de puntillas, para que no me sientan, pero, antes voy a asomarme a la ventana, a ver si viene alguien... ¡Han llamado! y no he oído pasos en la escalera, ¿será papá? no, si es él, me mato aquí mismo: su presencia me sería insoportable... ¿Quién es? ¡ah! es Pampa... algún recado de tiíta Silda... el revólver aquí, en el bolsillo, bien disimulado.

No me he embarcado aquí seis veces en mi vida; y en tres de ellas eché los hígados, sólo por asomarme a la boca del puerto. Soy de Astorga, y no hay más que decir. Pero no le apure la dificultad, que si los lances de la mar le gustan a usted... ¡Muchísimo! No han de faltarle medios de satisfacer el gusto. Respondo de ello. ¿De veras, don Claudio?

Una mañana me acerqué al faro de las Ánimas. Al asomarme a la plataforma vi a uno de los chicos del torrero y le pregunté: ¿Está tu hermana? ¿Quién, Quenoveva? . Aquí está. Bajé, y me encontré a la muchacha, despeinada, con las piernas desnudas, envuelta en una falda hecha jirones. Estaba lavando. Al verme, se levantó avergonzada; yo la tranquilicé y le expliqué a lo que iba.

Era indudable que Juan de Aguirre vivía cuando su familia y yo, de chico, asistimos a su funeral. Por las mañanas, al asomarme al balcón, veo el pueblo con sus tejados rojos, negruzcos, sus chimeneas cuadradas y el humo que sale por ellas en hebras muy tenues en el cielo gris del otoño.

Muchas veces, al asomarme a la muralla, al ver la bahía de Cádiz, inundada de sol, el mar somnoliento, dormido; los pueblos lejanos, con sus casas blancas; la sierra azul de Jerez y Grazalema recortada en el cielo; al contemplar esta decoración espléndida, me preguntaba: Y todo esto, ¿para qué? ¿Para vivir como un miserable conejo y recitar unos cuantos chistes estúpidos? Realmente era poca cosa.

En eso dice usted verdad. Algunas noches, al asomarme a esta baranda, me fijo en los emigrantes que duermen al aire libre huyendo del calor de los sollados. Ofrecen el aspecto de un campamento, y por esto tal vez viene a mi memoria el recuerdo de los granaderos de Napoleón, que no eran más que simples soldados, pero al dormir sobre la tierra dura veían desfilar en sus ensueños toda clase de grandezas. Cada uno creía llevar en su mochila el bastón de mariscal, y esto bastaba para que corrieran sin cansancio toda Europa de combate en combate.

Yo vi que de la popa colgaba una braza de cuerda; salté de peña en peña y comencé a escalar el Stella Maris a pulso. Al asomarme por la borda, una bandada de pájaros y de gaviotas levantó el vuelo, y tal impresión me hicieron que por poco me caigo al mar. Algunas de aquellas furiosas aves me atacaban a picotazos y revoloteaban alrededor de lanzando gritos agudos.

Durante cuatro días permanecí metido en un entresuelo de techo bajo, sin poder asomarme á las ventanas que daban á la calle, por ser ésta de gran tránsito y andar la policía y la Guardia civil buscándome en la ciudad y sus alrededores. Obligado á permanecer en una habitación interior, completamente solo, leí todos los libros que poseía el tabernero, los cuales no eran muchos ni dignos de interés.

Cuando la mujer gris me dejó solo en mi cuarto, me empeñé obcecadamente en considerar por su lado más negro la generosa empresa acometida por aquellos abnegados tablanqueses, y volví a asomarme al balcón.