United States or Vietnam ? Vote for the TOP Country of the Week !


Realmente, los dos desmoralizábamos el baile. Ella, sin poder bailar, riéndose; yo, saltando pesadamente con la gracia de un oso blanco entre los hielos, al lado de Quenoveva y de Agapito, tan serios y tan graves, éramos un insulto a las tradiciones más venerandas del país. Sabido es que, entre estas tradiciones, la religión y el baile son las más importantes.

Se le dejará un cuarto para ella, y Quenoveva la atenderá. Pero, hombre, Urbistondo, usted tiene mucha gente. Nada, Shanti. No hay más que hablar. Que venga aquí.

¿Qué le pasa a Quenoveva? le dije a Mary . La encuentro más pálida y triste que antes. Es que está algo enamorada. ¿De veras? . ¿Y de quién? De un chico marinero que no conocerás, que se llama Agapito. Y él no la hace mucho caso. ¿No? ¡Qué majadero! ¿Qué más puede desear ese imbécil? Si no le parece bien ...

De Bilbao habían contestado a Urbistondo aceptando mi ofrecimiento. Iba a tener barco que mandar. Fuí a buscar a Mary para traerla a Lúzaro y presentarla en casa de la mujer de Recalde. Era el día de Nochebuena. Llevaba en un estuchito forrado de raso un anillo de oro con unas perlas para Quenoveva, que me había costado ocho duros, y en un paquete unos juguetes para los chicos de Urbistondo.

Llegamos al Rompeolas, y Quenoveva y Mary besaron la cruz por el lado del mar. Al volver a casa, yo quise abrazar a Mary a espaldas de la Cashilda y devolverle el beso que habia dado a la cruz, pero ella se me escapó riendo. Aunque la veía por las tardes, solía pasar todas las noches por delante de su casa. Los enamorados son insaciables.

Brillaban dentro las luces, resplandecían los ex votos y el barquito colgado del techo se balanceaba con las velas desplegadas. En el raso de la ermita, cercado por una tapia baja encalada, unas cuantas muchacas estaban sentadas. Hubo que comprar una rueda de rosquillas blancas y regalar una a cada uno de los chicos de Quenoveva y al niño de la Cashilda.

A principios de febrero, una mañana, Mary me mandó un recado urgente diciéndome que fuera a Bisusalde lo más pronto posible. Me vestí, tomé el caballo de Aspillaga y, al trote, me fuí a la casa de la playa. Mi tío Juan había muerto. En la casa estaban Mary, el criado viejo, Quenoveva y Urbistondo. Me enteré de lo que se necesitaba. Había que mandar construir un ataúd en Lúzaro.

Se acercaba para el día de la marcha; el tiempo de licencia concluía; de Cádiz me mandaban recados urgentes. Aquello de pasarme cuatro o cinco años seguidos en el mar, me parecía muy duro. Mi madre se lamentaba al mismo tiempo de que tuviese que ir y de que perdiese una plaza tan buena. No sabía a quién dirigirme, y se me ocurrió, medio en serio, medio en broma, ir a consultar a Quenoveva.

Todo el día y toda la tarde estuve en compañía de Mary. Por la tarde, después de comer, cuando fuí a casa de Recalde a buscar a mi novia, me encontré con Quenoveva. Le pregunté por su padre, el gran Urbistondo, y por toda la chiquillería, y, aunque ella se oponía y se ruborizaba, la abracé efusivamente. A Mary no le hizo mucha gracia el abrazo que di a su amiga, pero se le pasó pronto el enfado.

El torrero era viudo, y Quenoveva dirigía a sus ocho hermanos como a un rebaño, a fuerza de gritos furiosos. Quenoveva nos pasó a Mary y a al despacho del torrero, lo mejor de la casa, y cerró la puerta para que la prole de chicos y chicas no se nos amontonara encima. ¡Un señorito! decían aquellos pequeños salvajes, con una curiosidad inmensa.