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El restaurante del Loro, La Precisa, La Marina, El figón de El Imparcial, La Montaña... Por estos desapacibles lugares hemos arrastrado la ilusión nuestros veinte años, hemos contemplado nuestro rostro, nuestra pipa y nuestras guedejas en los viejos espejos, y ante estas mesas mientras nos servían el ligero condumio hemos declamado nuestros primeros sonetos en obsequio de algún amigo, también portalira, con mucho pelo y muchos sueños bajo las haldas enormes de su chambergo.

Apartada de él, sobre un poco de rescoldo y en una trébede se aparecía una olla, exhalando a través de la rota y agujereada tapadera espesos y olorosos vapores, con no qué de restaurante, lo cual produjo en las narices de don Paco sensación muy grata, porque con tanto andar se le había bajado a los pies el almuerzo.

Pero no es comparable con el arsénico, ácidos minerales, centeno cornezuelo, carbon vegetal en las lesiones gangrenosas y en las afecciones pútridas, propiamente dichas. Cualquiera que sea su potencia tónica y restaurante, está contraindicado en las convalecencias de toda enfermedad grave, en la que no ha habido pérdidas humorales debilitantes.

Después de vivir en fonda un poco de tiempo, decidióse a poner casa. Tomó un criado, se hizo traer el almuerzo de un restaurante y comía cuándo en Lhardy, cuándo, en casa de alguno de sus muchos amigos. Su cuadra la tenía muy cerca, en la calle de las Urosas, y no estaba mal provista: dos jacas de silla, inglesa y cruzada, un tiro extranjero y otro español, berlina, charrette, milord, break.

Esperaban que terminase el lance en reconciliación, y ya que no en almuerzo, porque la cena estaba reciente y no tenían gana, en otra nueva cena aquella noche en el mejor restaurante de Río de Janeiro. Pero el hombre propone, y no siempre Dios sino el diablo dispone. Nadie imaginó, por bien que en su sentir el gaucho tirase, que lo que ocurrió fue el resultado de su tino.

Gertrudis me robaba como un mercachifle, sin disimularlo siquiera; la he sustituído, porque he encontrado a una maritornes de Caen que nos envenena con sus inmundas bazofias. Ayer mismo, Gustavo se puso loco de cólera. «¿De manera que en esta casa no se puede comer como es debido...? Nos dejas envenenar... No hay más remedio que recurrir al restaurante...» etcétera, etcétera.

Los que llegaron después con el doctor eran los más respetables, y llevaban con ellos el convoy de la expedición, enormes cestos de fiambres encargados á los mejores restaurante de la villa, cajones de champagne, cajas de cigarros. Ellos mismos, al repasar las vituallas alababan su previsión.

El restaurante del Loro tenía un magnífico y odioso loro disecado pendiente del techo presentaba «las mismas condiciones de economía y pulcritud». Allí oímos cantar por primera vez a una gentil cantatriz que después conquistó puestos honrosos en el Arte. Cantó la «Siciliana» de Cavalleria rusticana; todos los poetas nos enamoramos repentinamente de ella y la dedicamos apasionados sonetos.

EL JUEZ. ¡Evidentemente, usted se dejó engañar por las apariencias...! ELOY. Fuimos a comer al restaurante Duval para acabar nuestra conversación; el miserable Chabornac me hacía beber, mientras que yo multiplicaba los sabios consejos a la rapaza; ésta estaba sentada a mi lado; me contemplaba con sus grandes ojos y murmuraba: «¡Qué bien habla usted...! Habla como mi confesor.