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ELOY. ¿Lo sabe usted...? EL JUEZ. ¡Ay, querido diputado! La justicia no es tan ciega como se dice. ELOY. ¡Ya me doy cuenta...! EL JUEZ. No tengo que darle ningún consejo. Usted es demasiado listo para no comprender que su suerte está en sus propias manos. ¡Vuelva, pues, a su casa, caballero...! Arreglaremos este asunto. Y en lo sucesivo desconfíe del chantage, plaga de nuestra época...

EL JUEZ. Muchas gracias por haber acudido tan pronto a mi citación; trátase de un asunto en que los querellantes dan muestras de una prisa especial y quieren una solución pronta. ELOY. Soy relator de la ley acerca del aumento de sueldo a los magistrados instructores y pensaba que usted deseaba interrogarme sobre este particular.

EL JUEZ. ¡En efecto! ELOY. Puede usted felicitarme tanto más cuanto que la señora Genvrain, sin que horripile, tampoco puede pasar por una belleza. Así, las señoritas subvencionadas no resultan ya tan atrayentes. ELOY. No tengo opinión sobre este asunto, porque nunca quise verlas de cerca.

ELOY. ¡Qué tristeza...! ¡Valiente porquería el tal curso de Canto...! Las pobres criaturas cantaban al unísono y descubrían sus muslos con el mismo ademán. No he visto en el mundo nada más lúgubre que aquello.

ELOY. ¡No puedo negarlos, puesto que me cogieron en flagrante delito! ¡Pero es preciso que sepa usted la verdad! ¡Aquí donde usted me ve, caballero, nunca he engañado a mi mujer...!

ELOY. Fumeux separóse de lanzándome una mirada perversa, y me amenazó de esta suerte: «Amigo mío: ya que se empeña usted en obrar por su cuenta, veremos cómo nos las arreglamos para impedirle que triunfeEntonces no concedí importancia a estas palabras; sentíame orgulloso de haber rechazado los obsequios de Artajerjes. EL JUEZ. Todo esto no me explica... ELOY. ¡Espere usted!

ELOY. ¡Oh! ¡El interés de la República...! ¡Si viera usted cuán poco me importa! A no me preocupa mas que una cosa. EL JUEZ. ¿Cuál? ELOY. ¡Que mi mujer no se entere de esta historia! EL JUEZ. Será muy difícil ocultársela. ELOY. ¿De veras? EL JUEZ. Y, además, ¿qué importaría que lo supiera? ELOY. ¡No haga que me alegre sin motivo...!

Señor diputado: su relato es bastante verosímil; pero yo no puedo dejar de cursar una denuncia tan grave. ELOY. ¡Oh! ¡No hay nada más sencillo! Anuncie a los querellantes que no me presentaré otra vez diputado si desisten de su denuncia. ¿Quieren que cante la palinodia? Pues la canto, y en paz... Sin embargo, ¿y si está en juego el interés de la República?

Los que vienen por aquí vuelven solos raras veces. A esta puerta va a llamar cierto día el señor Eloy Genvrain; este quincuagenario agostado no se retrasa mucho; en esta misma mañana ha recibido una hoja invitándolo a presentarse en el palacio de Justicia, a cosa de las dos, en el despacho del señor Renato de Espardeillan, juez de instrucción.

EL JUEZ. ¡Usted, en fin de cuentas, es víctima de unos maestros del chantage! ELOY. ¿Se convence usted? EL JUEZ. Se echará tierra a este asunto; pero con una condición. ELOY. ¡Aceptada...! EL JUEZ. En estos últimos tiempos, usted ha votado de una manera que ha contrariado al presidente del Consejo; usted, que era el más firme apoyo del Gobierno, ha cedido a las peores sugestiones de la oposición.