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Mi hermana ella era la que me cuidaba la casa entonces, ha muerto también hace mucho tiempo, la buena vieja... se había esforzado por poner un poco en orden la casa de Pütz; había hecho sacar los paños negros, el catafalco... pero, en tan poco tiempo, no se había podido hacer gran cosa, fuera de eso. La dejé irse.

¿Qué ha oído, querido amigo? ¿qué es eso? Los títulos que me ha acordado usted: maricón, y Dios sabe qué más. Y él, sin alterarse en lo más mínimo: Siempre lo he dicho, todos los días se lo estoy diciendo a mi mujer: las puertas no sirven para nada. Pero no hay que tomarlo a mal, mi viejo amigo. ¿Comprende?... siempre me ha fastidiado que usted se hubiera puesto de parte de Pütz.

Llegó entre los últimos, con la tez verdosa, la expresión hambrienta o fastidiada. Lo agarro del brazo: Aquí lo tienes, Yolanda digo a ésta. Es Lotario Pütz, hijo único de Pütz, hijo mío, casi. Dale la mano, llámale Lotario. Y al ver que ella vacilaba, tomé sus cinco dedos y los puse entre los de Lotario.

; ¿a quién tengo que anunciar? A Hanckel, al barón Hanckel de Ilgenstein. Tómese la molestia de entrar. Entré, pues... Todo viejo, en todas partes; viejos muebles, viejos cuadros... el conjunto un poco apolillado, pero cómodo. Oigo que echan votos detrás de la puerta: ¿Ese maricón? ¡Pues es descaro!... ¡Era el alma maldita de Pütz, el muy canalla! «Lindo recibimiento», pensé.

Yo no quiero acordarme de que su nombre puede existir, porque para ha muerto ¿entiende usted?... ha muerto... muerto... E hizo con el dedo una cruz en el aire, mirándome con expresión de triunfo, como si con eso hubiera dado el golpe de gracia a mi pobre Pütz. Eso no impide, señor de Krakow dije, que...

Después fui a buscar al sótano de Pütz una botella de su mejor Oporto, y me instalé frente al joven que, sentado en el sofá, hacía bailar la punta de su sable sobre la bota. He dicho ya que era un soberbio buen mozo. Grande, vigoroso, un verdadero dragón... un mostacho enmarañado, cejas negras, gruesas; y debajo, ojos como dos carbunclos.

El traje me incomoda en las escotaduras; los zapatos me aprietan los dedos; hace treinta años que los dedos de los pies se me hinchan... los grogs de Pütz tienen la culpa. La camisa está más dura que una tabla, la corbata me estrangula. ¡Es atroz!

Una vez en casa, arreglé mis cuentas de la semana y mandé que me prepararan un grog. Esa fue toda la fiesta que hice. Al día siguiente, llega Lotario Pütz, de uniforme. Siempre de servicio, muchacho? le pregunto. Mi dimisión no ha sido aceptada todavía responde mirándome con ojos atravesados, como si yo fuera la causa de todas sus desgracias.

Varios se habían echado encima el impermeable, y el agua formaba arroyuelos sobre la prenda; lo hacía también a lo largo de sus mejillas, de sus barbas... bien puede haber sido que se mezclaran a ella lágrimas, por que el buen Pütz no dejaba enemigos. Para llevar el luto, lo que se llama propiamente llevar el luto, no había más que su hijo Lotario.

Después, él se había ido de guarnición a Berlín, y ninguno de los dos había vuelto a tener noticias del otro; no se atrevían a desafiar el peligro de escribirse, y, por otra parte, ninguno conocía positivamente los sentimientos del otro. En eso había ocurrido la muerte del viejo Pütz, y habían comenzado mis tentativas de reconciliación.