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Y yo, el barón de Hanckel de Ilgenstein, modelo de dignidad y de circunspección, me deslizo a cuatro pies detrás de ella, por esa abertura poco más grande que la boca de un horno. , señores; ahí tienen ustedes lo que le hacen hacer a uno las mujeres.

, pero no por mucho tiempo... Como nada se oponía al matrimonio, éste debía celebrarse dentro de seis semanas. Una horda de tapiceros, de carpinteros, invadió mi querido Ilgenstein y lo puso patas arriba. Todos mis deseos se veían contrarrestados por la frase: ¡Oh, señor barón! ¡eso no es de buen gusto!

; ¿a quién tengo que anunciar? A Hanckel, al barón Hanckel de Ilgenstein. Tómese la molestia de entrar. Entré, pues... Todo viejo, en todas partes; viejos muebles, viejos cuadros... el conjunto un poco apolillado, pero cómodo. Oigo que echan votos detrás de la puerta: ¿Ese maricón? ¡Pues es descaro!... ¡Era el alma maldita de Pütz, el muy canalla! «Lindo recibimiento», pensé.

Al sentir el aroma de una maleza cualquiera, había adivinado en qué clase de vino habría que ponerla en infusión para conseguir una bebida excelente, extra fina... ¡Y qué entretenido era! Nos veíamos todas las noches, desde hacía años, fuera que él viniera a mi casa en Ilgenstein, o que yo me trasladase a caballo a Döbeln; y nunca me había parecido largo el tiempo que con él pasaba.

Mi pobre hermana vieja se mostró abnegada, hasta un extremo conmovedor; sin embargo, ella era la única persona a quien mi matrimonio causaba directamente un daño: tenía que salir de Ilgenstein el día de la boda para instalarse en nuestra pequeña posesión materna en Gorowen.

Nunca he tenido un cochero mejor... El cañonazo no había sido más que una señal; luego, la cosa es por todas partes, a la derecha, a la izquierda; no se ven más que techos incendiados, haces de fuego, torres chispeantes, y el parque se ilumina con una hermosa claridad verde... En una palabra, mi viejo Ilgenstein se ha convertido en un verdadero castillo encantado.