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Resolví, pues, decir por lo menos una palabra de despedida, y esperé con toda calma a que el viejo, que gemía y jadeaba todavía, estuviese lo bastante tranquilo para comprenderme. Entonces, dije: Debe usted encontrar natural, señor de Krakow... que con su salida contra mi amigo y contra su hijo, a quien quiero como si fuera mío, nuestras relaciones...

Voces de mujeres se interpusieron: Pero, papá... maúlla una. Pero, hombre... chilla otra. ¡Oh, la, la!... Ahí entra, Señores. Si yo no lo hubiera oído en ese mismo instante, con mis propias orejas... Me tiende las manos; su cara de viejo pícaro resplandece, sus ojos de garduña pestañean de placer. ¡Vecino!... ¡amigo!... ¡qué felicidad! Vea, Krakow. Ande con tiento, porque lo he oído todo.

Hay un soltero aquí... un pretendiente... un pretendiente... ¡Krakow! le digo, todo turbado; ¡no se burle así de un viejo gruñón como yo! Y la baronesa salva la situación, diciendo con expresión graciosa: No tema nada, barón; nosotras, las madres, hace diez años que lo hemos abandonado a usted como incurable. ¡Pero bien podría dejarse ver, a pesar de todo! aúlla el viejo. Al fin, llega ella...

Se trataba de una herencia y, como sucede siempre en tales casos, los gastos del juicio se habían tragado ya tres veces lo que valía el guiñapo. Como Krakow era de mal dormir, la querella se había enconado y había degenerado en odio personal; por lo menos, de parte de Krakow, porque Pütz, con su flema bondadosa, se obstinaba en ver sólo el lado humorístico de la cuestión.

No valían nada, pero el humo bailaba tan alegremente a los rayos del sol que me olvidé de tirarlo cuando la punta empezó a quemar. Quiero empezar a hablar de intereses, pero él me pone la mano en el hombro y dice: Amigo, generoso amigo, después del café... Permítame, Krakow... Amigo, generoso amigo, después del café.

Yo no quiero acordarme de que su nombre puede existir, porque para ha muerto ¿entiende usted?... ha muerto... muerto... E hizo con el dedo una cruz en el aire, mirándome con expresión de triunfo, como si con eso hubiera dado el golpe de gracia a mi pobre Pütz. Eso no impide, señor de Krakow dije, que...

Resolví dar yo mismo los primeros pasos junto a Krakow para llegar a un arreglo, bien que no estuviese yo para él en olor de santidad. Por el contrario, yo podía pensar fundadamente que sus amenazas se dirigían a también, pues los dos habíamos tenido ya nuestros dimes y diretes en el concejo municipal.

Krakow golpeó con los pies y con las manos para impedirme continuar; y, después de unos cuantos gruñidos sofocados, acabó por recobrar la palabra: Esta asma, esta asma infernal... una verdadera cuerda alrededor del cuello... ¡crac!... cerrado el gaznate... ¿Quieres hablar, querido? ¡Buenas noches! ¿Quieres respirar, querido? ¡Chito!... Pero ¿qué es lo que está diciendo usted ahí de nuestras relaciones?

Sin embargo, mi llegada a Krakow fue magistral. Una yunta de caballos de pelo gris, nacidos en mis tierras, el landó nuevo, acolchonado con raso granate... La entrada de un príncipe no habría sido más triunfal; a pesar de todo, me habría batido en retirada... tan cobardemente me latía el corazón.

El me dice una suma... No la repetiré, porque soy yo el que la ha pagado. Le planteé entonces mis condiciones. Primo: dimisión inmediata. Secundo: obligación de dirigir personalmente los cultivos. Tercio: renuncia al pleito. Este pleito, entablado contra Krakow de Krakowitz, había sido durante años el deporte favorito de mi viejo amigo.