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De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en mi casa y en mi cuarto para asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido ausente. ¡En qué peligro me he encontrado! ¡Qué compromiso el mío y el suyo! D. Gregorio llegó cuando menos lo preveíamos. Y gracias a que tropezó en un banquillo, dio un batacazo y soltó algunas de las feas palabrotas que él suele soltar. Si no es por esto, nos sorprende.

Dilatábase su boca buscando aire, a pesar de que todas las ventanas estaban abiertas y los ventiladores giraban vertiginosamente. «¡Qué calor!...» El ansia de frescura la hacía vaciar la copa que tenía delante, ligeramente empañada por el vino helado. Sonreía mirando a Fernando con unos ojos acariciadores, que éste creía ver por vez primera. Déme osté una sigarreta.

Comparito dijo otra voz dirigiéndose al orador ¿todo ese enfao es verdá o conversasión? Señores exclamó volviéndose a todos lados, un diarista almibarado, peli-crecido y amarillento estos escándalos no son propios de un pueblo culto. Aquí se viene a oír y no a gritar. Camaraíta preguntole con sorna un viejo chusco que allí cerca había eso que osté ha dicho ¿es jabla o rebuzno?

¿Quiere el seor alguacil que le hurguemos las patas a esa señora mula? le replicaba una moza de la ciudad. Atrás os digo, y van dos. ¡Pus quite esos dedos! Mire la Antonia, que no estamos hoy de mercado. Los buhoneros aprovechaban para vender. Señora hermosa, por un real se lleva este rosario. Darete, a lo más, un cuarto. ¿Trasero o delantero? ¡Oste con el bellaco!

Es con ese pensamiento que me dejáis podrir sobre las carnes estas ruines bayetas, para que no pueda mostrarme ante mujer alguna. Mirad esta espadeja si no parece de vil estudiante. ¡Ah!, pero ruda y basta como es, sabrá vengar el entuerto. ¡Oste! Hace un año, señor, que os pedí un arnés para el rocín, y ni esto exclamó, haciendo sonar la uña del pulgar en los dientes.

Lo mismo era verla que ya perdía su continente grave y reposado: saltaba y brincaba y movía la cola haciendo mil suertes de carocas lo mismo que un ruin cachorro. Algunas veces, sin decir oste ni moste, le ponía las patas sobre el pecho, y en poco estaba que no la hiciese caer; otras, cuando la veía sentada en el campo, se acercaba sigilosamente por detrás y le pasaba la lengua por la cara.

Vuestra es la culpa, señor, que me habéis rebajado a la par de la servidumbre. El mayorazgo, los honores, las caricias, todo es poco para Gonzalo. Precisáis, además, cubrille de joyas, como a un santo milagroso, dalle todo lo bueno; el mejor caballo, la espada más rica, y gastar en sus galas más de lo que podéis. ¡Oste!

Todas sus afirmaciones, aun las más insignificantes, las rubricaba con la misma declaración: «Y esto se lo ice a osté su seguro servior Antonio Díaz, natural de Málaga, por otro nombre el señó Antonio el Morenito». Y acompañaba esta firma verbal con una mirada de superioridad y conmiseración que parecía decir: «Al que sostenga lo contrario le rebano e pescuezo».

A las diez salimos del famoso Restaurant-Champeaux, y por señas que mi mujer y yo caminábamos sin decirnos oste ni moste. ¿Por qué tal silencio? Preguntará tal vez algun curioso. ¡Ay, lector, lector de nuestra alma! Ordinariamente no hablamos, despues que somos ... sorprendidos. La escena del Restaurant nos dejó mudos.