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Allí, a la vertiente oriental del Donon, a dos kilómetros de Grand-Fontaine, debemos trasladarnos para presenciar los acontecimientos ulteriores.

Plutón ya no refunfuñaba al oír las recias pisadas de aquellos hombres. Hullin, muy pensativo, con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en la mesa, escuchaba cuantas noticias le transmitían. Señor Juan Claudio, se nota gran movimiento hacia Grand-Fontaine; se oye galopar. Señor Juan Claudio, el aguardiente se ha helado. Señor Juan Claudio, varios me han pedido pólvora.

Falta esto... y lo otro. Que se vigile Grand-Fontaine y que se cambien los centinelas de ese lado cada media hora. Que se ponga el aguardiente junto al fuego. Esperad que llegue Divès, que trae municiones; que se distribuyan los cartuchos sobrantes y que todo el que tenga más de veinte entregue el resto a sus compañeros. Y así durante toda la noche.

Luego, riendo en voz baja, Materne añadió: No sabes, Juan Claudio, hace un momento, cuando miraba hacia Grand-Fontaine, la cosa tan divertida que he visto. ¿Qué, amigo mío?

Materne, acto continuo, bajó por la ladera, cubierta de nieve, hasta los jardinillos escalonados que se extienden por encima de Grand-Fontaine, en lo que tardó unos diez minutos; después, siguiendo unos surcos, llegó a la pradera, atravesó la plaza de la aldea, y sus dos hijos, que aguardaban con las armas en descanso, le vieron entrar en la posada.

El señor Juan Claudio llegó hasta el extremo de la meseta y, dirigiendo la vista hacia Grand-Fontaine y Framont, que se hallaban a tres mil metros debajo de él, vio lo siguiente: Los alemanes, que habían llegado el día antes, a la caída de la tarde, pocas horas después que los cosacos, habían pasado la noche en las trojes, en los establos, en los cobertizos, y en aquel momento se agitaban como un hormiguero.

Jerónimo no puede resistir.» Y no dijo más. ¿Qué hacer en aquella situación?... ¿Podía abandonar una posición que nos había costado tanta sangre, el camino del Donon y la carretera de París? Si llego a hacerlo, ¿no hubiera sido un miserable? Pero yo no tenía mas que trescientos hombres contra los cuatro mil de Grand-Fontaine y no cuántos que bajaban de la montaña.

Los hombres que formaban la partida vivaqueaban en los alrededores; a sus pies se descubrían Grand-Fontaine y Framont, presos en una estrecha garganta; más lejos, en la curva del valle, Schirmeck y los viejos residuos de ruinas feudales; por último, en las ondulaciones de la montaña, el río Bruche se aleja haciendo zigzags entre las brumas grises de Alsacia.

Ahora bien: imagínese la consternación de nuestros personajes cuando, al asomarse al umbral de la alquería, vieron dos compañías de alemanes trepar por las faldas opuestas, entre los huertos de Grand-Fontaine, con dos piezas de artillería, arrastradas por vigorosos tiros, y que parecían colgadas del precipicio.

Eran las cuatro de la tarde; la noche se acercaba. La última bala cayó en la calle de Grand-Fontaine y, rebotando en la esquina del abrevadero, derribó la chimenea de El Buey Rojo. Cerca de seiscientos hombres perecieron aquel día. No fueron pocos los montañeses muertos; pero los kaiserlicks fueron muchos más.