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La fuerza del sol iba en aumento; las sombras de las acacias dibujaban ya enérgicamente en el suelo contornos muy negros, y por los jardinillos no pasaba sino algún transeúnte aguijoneado por la esperanza del almuerzo, o algún señor viejo arrastrando penosamente los pies sobre la arena.

Uno tras otro, a veinte pasos de distancia, siguieron cosa de cien metros, internándose luego hacia la derecha en los jardinillos donde hay una plazoleta con macizos de boj y bancos de piedra en torno de una fuente.

Materne, acto continuo, bajó por la ladera, cubierta de nieve, hasta los jardinillos escalonados que se extienden por encima de Grand-Fontaine, en lo que tardó unos diez minutos; después, siguiendo unos surcos, llegó a la pradera, atravesó la plaza de la aldea, y sus dos hijos, que aguardaban con las armas en descanso, le vieron entrar en la posada.

Permaneció siempre en lamentable abandono; pero la última corporación municipal había llevado a cabo en él magnas reformas que le habían valido los aplausos de los espíritus innovadores: un paseo, algunos jardinillos alrededor y una calle enarenada entre los árboles, que le ponía en fácil comunicación con la ciudad.

Juanito, con los nervios excitados, acabó por huir, refugiándose en los jardinillos a la inglesa que la gente llama «el Plantío».

Los palitroques de los jardinillos trazaban delgadas y negras rayas en él, semejando la proyección de grandes ventanas enrejadas. Allá lejos, enfrente, seguía percibiendo la figura del celoso enamorado, inmóvil, plantado sobre sus piernas abiertas, con las manos en los bolsillos. La de la sufrida doncella no se veía, pero se adivinaba.

Ya : en los jardinillos: no me diga usted nada. El general Patiño, fiel a su naturaleza y a su tradición militar, se desplegó en guerrilla para atacar a la marquesa de Ujo, que tenía al lado. Marquesa, las perlas le sientan admirablemente.

Hacía dos horas que Juan Claudio marchaba a buen paso, imaginándose la vida del campamento, el vivaque, las descargas, las marchas y contramarchas, toda aquella existencia de soldado que tantas veces había echado de menos y que veía ahora volver con entusiasmo, cuando a lo lejos, a mucha distancia aún, envuelto en la sombra del crepúsculo, descubrió la mancha azulada del caserío de Charmes, su pobre casita que deshacía en el cielo blanco una madeja de humo casi imperceptible, los jardinillos rodeados de empalizadas, los tejados de madera, y, a la izquierda, a media ladera, la gran finca de «El Encinar», con la fábrica de aserrar del Valtin al fondo, en el barranco ya en sombra.

No se trataba entonces de llevarme a ver la ciudad, sino de conducirme a la Embajada Francesa: ¡Französische Ambassad! repitió el fondista dos veces. Pero mi sorpresa fue mucho mayor que la suya, cuando le vi volver la espalda al barrio noble, entrar en una larga ronda de arrabal, llena de fábricas, casas de obreros y jardinillos, atravesar las puertas y conducirme fuera de la ciudad.

El sol iluminaba el césped de los jardinillos, abrillantado por la humedad y oscurecido a trechos por las sombras de las acacias, cuyo aroma embalsamaba el aire.