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Antes de llegar a mi vivienda era fuerza que atravesase por entre el multitudinoso ejército de ocupación, recibiendo continuos dardos meretricios y padeciendo asechanzas y requerimientos, así orales como de hecho, puesto que alguna se asía de mi brazo; de manera que, por zafarme de estorbos y reponerme de la fatiga, solía yo algunas veces acogerme a un cafetín, que era donde las individuas vivaqueaban, y allí convidaba a las que más me atosigaban, con que las dejaba mansas, nutridas y satisfechas.

Al principio la población humana había estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los ríos y por fugitivos de Chile ó la Argentina, lanzados á través de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban á sus espaldas.

Bandas de cuervos se levantaban con perezoso aleteo al oir sus pasos; pero volvían á posarse en tierra, repletos pero no ahitos, habiendo perdido todo miedo al hombre. De tarde en tarde encontraba grupos vivientes. Eran pelotones de caballería, gendarmes, zuavos, cazadores. Vivaqueaban en torno de las granjas arruinadas, explorando el terreno para cazar á los fugitivos alemanes.

En la casa de la Valcárcel, donde un día habían sido parásitos los taciturnos parientes de la montaña, de capa y hongo, ahora, espantadas tales alimañas, vivaqueaban aquellos extranjeros, aquella sociedad heteróclita, que con pasmo y aun envidia de parte de la ciudad, vivía como no se solía vivir en aquel pueblo aburrido, con esa alegría desfachatada, pero atractiva, que los demás miraban desde lejos murmurando, pero deseándola.

Los hombres que formaban la partida vivaqueaban en los alrededores; a sus pies se descubrían Grand-Fontaine y Framont, presos en una estrecha garganta; más lejos, en la curva del valle, Schirmeck y los viejos residuos de ruinas feudales; por último, en las ondulaciones de la montaña, el río Bruche se aleja haciendo zigzags entre las brumas grises de Alsacia.

Los parajes de alguna feracidad no estaban ocupados por granjas, sino por conventos, y al borde de las escasas carreteras vivaqueaban las partidas de bandoleros, refugiándose, al verse perseguidos, en los monasterios, donde les apreciaban por su religiosidad y por las muchas misas que encargaban para sus almas pecadoras. La incultura era atroz.

En toda la comarca, de ordinario tan tranquila, que se extiende desde el Adour hasta la frontera de Navarra, vivaqueaban los numerosos cuerpos del magno ejército; por todas partes se veían las tiendas de jefes y soldados de Aquitania, gascones é ingleses.