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Como había gente en el lugar, acudieron muchos: esto hecho, guardé el tamborino, quitéme la barba y fuíme á la huéspeda y dije que ya venía mi mercaduría, que me diese la llave de la puerta de mi aposento, porque quería encerrarla. Preguntóme qué era, y respondí que especería.

Yo, pues, con ese lenguaje y con estas flores, llegué a Sevilla con el dinero de las camaradas, gané el alquiler de las mulas y la comida y dineros a los huéspedes de las posadas. Fuime luego a apear al mesón del Moro, donde me topó un condiscípulo mío de Alcalá, que se llamaba Mata, y agora se decía, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral.

El conde de Lemos había llegado al obscurecer, y no encontrando á la condesa en su casa, se había ido á la del duque de Lerma; entonces, me metí en la primera taberna que encontré, escribí una carta al conde avisándole de que su esposa se solazaba en aquellos momentos con un galán en la quinta del río, llevé la carta á casa del duque de Lerma, la entregué con un doblón á un criado para tener seguridad de que la carta había llegado á manos del conde, y sin esperar la respuesta, que no era para esperada, fuíme de allí al mesón del Bizco, alquilé dos caballos, y por lo que pudiera tronar me fuí á rondar la quinta.

Y él les dio muy buena respuesta: que saldría a la plaza a trocar una pieza de a dos, y que a la tarde volviese. Mas su salida fue sin vuelta. Por manera que a la tarde ellos volvieron, mas fue tarde. Yo les dije que aún no era venido. Venida la noche, y él no, yo hube miedo de quedar en casa solo, y fuime a las vecinas y contéles el caso, y allí dormí.

Yo haré relacion de lo que he visto. Al dia siguiente de mi llegada á la capital de Francia, fuíme al Cuartel Latino á visitar dos casas célebres: la que habitó últimamente Robespierre y aquella en que vivia Marat cuando la heróica Carlota Corday libró á la humanidad de tan furibundo demagogo.

Entré en ella, conté a mis padres el suceso, y me quisieron maltratar. Yo echaba la culpa a las dos leguas de rocín exprimido que me dieron. Procuraba satisfacerlos, y viendo que no bastaba, salíme de su casa y fuíme a ver a mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado y a sus padres resueltos por ello de no le enviar más a la escuela.

Fuime con él, y díjome: -Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta y hoy comerás conmigo. Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado, que a no depender de él la cobranza de mi hacienda, no lo hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes.

Llevaba terciada la espada del hombro, y en la mano apoyaba la pica obscura, pero de hierro muy luciente. Considerándolo un breve espacio, y porque no dudase de mi valor, le dije que estaba resuelto a todo, y ordenándome que le siguiese, fuíme en pos de él, ya casi perdido todo recelo por haberme largado la pica en que se apoyaba para que yo la condujese.

Al oír esto no estuvo en tener más la risa, despedíme cuanto antes pude del sabio don Timoteo, y fuíme a soltar la carcajada al medio del arroyo a todo mi placer. ¡Por vida de Apolo! salí diciendo. ¿Y es este don Timoteo? ¿Y cree que la sabiduría está reducida a hacer anacreónticas? ¿Y porque ha hecho una oda le llaman sabio? ¡Oh reputaciones fáciles! ¡Oh pueblo bondadoso!

Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de vernos a la tarde en la Casa del Campo. Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allí a mi casa. Hallé los compañeros jugando quinolicas. Contéles el caso y el concierto hecho, y determinamos de enviar la merienda sin falta, y gastar doscientos reales en ella.