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Hasta los habitantes más antiguos de la Presa que permanecieron fieles al terruño, negándose á abandonar el pueblo arruinado, habían transmitido á los nuevos vecinos de Colonia Celinda la tradición de una mujer venida del otro lado del mar, hermosa y de poder fatídico, originadora de ruinas y muertes.

De vez en cuando, Celinda, que llevaba siempre una gran ventaja sobre su perseguidor, detenía la velocidad de su caballo como si quisiera dejarse vencer por Watson; pero al verle cerca volvía á salir á todo galope, insultándolo con las mismas palabras que inventaron los gauchos en otros tiempos para burlarse de la torpeza de los europeos en los usos del país y de su inferioridad como jinetes.

Sentía mucho separarse de sus nietos, pero esta separación no podía ser larga. Cuando Celinda y su marido el gringo volviesen, el niño mayor llegaría á tiempo para que su abuelo le enseñase á montar á caballo como debe hacerlo un criollo fino. Precisamente este nieto hacía mucho rato que estaba junto á Robledo, montando en sus rodillas y dejándose caer en la alfombra.

Creyó ver el rostro noble y triste de su compañero Torrebianca, é inmediatamente quiso hacer un movimiento negativo y echarse atrás, repeliendo á Elena... No podía traicionar á un camarada. Era innoble proceder así, estando bajo el mismo techo que el otro y separado de él solamente por unos tabiques. Luego se vió á mismo y vió á Celinda, cuando marchaban los dos alegremente por el campo.

Miró Celinda en torno á ella con ojos de exploradora, y volviendo su espalda á las cuadrillas de trabajadores, se dirigió hacia un hombre aislado en una pequeña altura. Este hombre ocupaba un catrecillo de lona ante una mesa plegadiza. Iba vestido con traje de campo y botas altas.

En una sección de este barranco inmenso era donde trabajaban los hombres para elevar el nivel de las aguas unos cuantos metros, fecundando los campos próximos. Celinda daba gritos para excitar al caballo, como si necesitase comunicarle su alegría. Iba al encuentro de lo que más le interesaba en todo el país.

Calló un momento para mirar á un lado y á otro; y después, bajando la voz y empinándose sobre las puntas de los pies para estar más cerca del rostro de Celinda, dijo con la alegría de una comadre que puede chismorrear libremente: Sepa, lindura, que muchos van detrás de ella; pero ninguno es don Ricardo. Al pobre gringo le basta con quererla á usted, ramito de jazmín.

Después, mientras Celinda pensaba en su padre, los dos consocios iban repasando mentalmente su actual prosperidad. Centenares de agricultores procedentes de todos los países de Europa habían adquirido parcelas de la tierra regada, para formar sus huertas llamadas «chacras». El enorme precio que el agua había dado al suelo era pagado á plazos por los colonos, en el curso de diez años.

Como había pasado la mayor parte de la existencia simplificando su vida y prescindiendo de comodidades, ya no necesitaba estas comodidades. Celinda, la antigua amazona, y su esposo, tenían á la puerta del hotel, desde las primeras horas de la mañana, un lujoso automóvil.

Watson lo llevó aparte, y empinándose Cachafaz sobre la punta de sus pies, le dijo en voz baja: Es Manos Duras el que ha robado á la patroncita. Yo dónde la tiene. Acosado por las preguntas de Ricardo, fué explicándose. Ninguno de los tres hombres que se llevaron á Celinda era Manos Duras.