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Y sin embargo, era de creer que había guerra, puesto que aquella misma noche, cuando regresaba a Munich, vi en una plazuela, abrigada y recogida como una capilla de iglesia, cirios que ardían alrededor de una Maria-Säule, y mujeres arrodilladas, cuyos prolongados sollozos eran interrumpidos por las plegarias.

Dichas hachas ardían en blandones de bronce que se llevaron del famoso Colegio de Santo Tomás.

En la chimenea ardían los bosques seculares de los dominios del Marqués; aquellas encinas feudales se carbonizaban con majestuosos chirridos.

Andronico de los muros miraba como se ardian las casas, y creyendo que todo nuestro campo era el que tenía delante, no quiso que saliese gente, antes la puso en guarda y seguridad de Constantinopla, repartida por sus muros esperando que nuestras espadas se habian de emplear aquel dia en su última ruina: recelos fueron estos de Andronico bien fundados y advertidos; porque el pueblo lleno de pavor, acostumbrado al ocio, no trataba de tomar las armas para su propia defensa.

Todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia. Los que venían de las aldeas y pueblos de pesca, traían hambre de cuentos y chismes; la soledad del campo les había abierto el apetito de la murmuración; por aquellas montañas y valles de la provincia, ¿de quién se iba a maldecir? «¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los centros de civilización para despellejar cómodamente al prójimo.

Aunque era la noche una de las primeras del otoño y nada fría, ardían en el hogar gruesos leños cuyo humo salía en parte por la chimenea y en parte invadía también la estancia y oprimía las gargantas de cuantos en ella se encontraban. Sobre el fuego se veía un gran caldero cuyo contenido hervía á borbotones y despedía el más apetitoso olor.

Cerca de la entrada, a dos pies del suelo, la roca formaba una especie de hogar natural, en el que ardían algunos carbones y ramas de enebro.

Ciertos días, durante las horas de la siesta, escapando a la vigilancia de doña Guiomar, salíanse los dos en busca de algún sitio umbroso del monte. El niño aspiraba con fruición el humo rústico de las fogatas que ardían de ordinario en la vecina heredad; y el sol y el perfume tornábanle al pronto extremadamente sensible.

Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara.

Tal parecía doña Guiomar, que todo encarecimiento sería poco para decir de qué manera ardían sus ojos amenazando muerte, manifestando congojas, diciendo desesperados cuanto la rabia, y el despecho, y el dolor, y la agonía, todo junto, y la soberbia, y el espanto, pueden decirse con el lenguaje de la mirada.