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El siglo XIX es el punto de partida de una nueva era más preñada de beneficios para los hombres que la que se abrió con el sermón de la montaña; es el momento del tiempo en que los hombres más altamente civilizados empiezan a dejar de pedirle a Dios que los haga buenos y sabios y fuertes, para esforzarse en serlo por mismos; a desentenderse de los mundos imaginarios para sacar partido del mundo real, saliendo del redil de la revelación para conquistar la naturaleza, cambiando su punto de mira del pasado al porvenir, del fatalismo al determinismo, de la oración a la acción, del desalentado pesimismo al animoso optimismo, sueltas las alas del espíritu para explorar todos los horizontes sin pasaporte de la autoridad eclesiástica; emancipados de esa tonta piedad por los muertos que mantiene a los creyentes llorando estúpidamente sobre las miserias remediables del presente por las desgracias irremediables del remoto pasado, afligidos por los sufrimientos de Jesús, de los mártires y de todos los difuntos y perfectamente insensibles a los sufrimientos de los vivientes; esclavizando al prójimo para explotarlo en vez de apropiarse las fuerzas de la naturaleza para libertar los brazos del hombre, horadar las montañas, surcar los mares, canalizar los ríos, acortar las distancias y penetrar en las entrañas de las cosas para descubrir sus leyes, aislar los microbios, inventar los sueros y los anestésicos y descubrir la pedagogía y la psicología, la asepsia y la antisepsia, que les permitieran llegar a sus propias entrañas físicas y mentales, para extirparse las infecciones, los tumores, los cálculos y los quistes, los malos humores y las malas pasiones, en la plena seguridad de que haya o no haya Dios, el que haya hecho más bienes y menos males, el que haya sido más útil a los suyos y a los extraños, el que menos haya padecido de la ira del odio y más haya disfrutado del amor y la amistad, en una palabra, el que "haya sido una grande alma en este mundo, tendrá más probabilidades de ser una grande alma en cualquier otro mundo".

Freya le conocía todo un botiquín portátil lleno de anestésicos y venenos. Además, lleva encima un saquito repleto de ciertos polvos de su invención: tabaco, pimienta... ¡demonios! El que los recibe en los ojos queda ciego. Es como si le echasen llamas. Ella era menos complicada en sus medios de defensa.

La voluntad de vivir, la voluntad de gozar, la ilusión de la ganancia, obraban como anestésicos, se sobreponían á las preocupaciones, haciendo que todos olvidasen, para concentrar su existencia en el momento presente. Esta precipitación general hacia el juego abierto disgustó al príncipe y le hizo detenerse en la suave pendiente de los jardines.

Por el contrario, empujado por la propia lógica de los suyos, el cristianismo creó nuevas formas de males para agrandar las recompensas del cielo que es el plan y el objetivo de la vida conventual instituyendo para los infieles las penas más atroces y para los fieles las torturas morales por los terrores del infierno, y las torturas físicas por el cilicio, las privaciones y las penitencias, prohibiendo la medicina, las diversiones y los anestésicos, porque tendían a disminuir el dolor y la tristeza, que eran tenidas como fuentes de dicha futura.