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Hullin iba a referir a Catalina la conversación que había tenido el día anterior, en el vivaque, con el loco, pensando que éste sería el mejor medio de quitar a la anciana sus lúgubres preocupaciones; pero al verla de acuerdo con Yégof en el capítulo de los mil seiscientos años, el buen hombre no dijo nada y prosiguió su paseo silenciosamente, cabizbajo y pensativo. «Está loca pensaba ; la más ligera agitación acabará con ella para siempre

¡Agárrate con fuerza dijo Marcos y haz como yo! La mano derecha en el boquete, y el pie derecho delante, en el escalón; ahora, media vuelta. ¡Ya estamos! Volvieron a la cocina, en la que se hallaba Hexe-Baizel, quien les dijo que Yégof estaba en las ruinas del antiguo burg. Ya lo sabemos respondió Marcos ; acabamos de verle tomando el fresco allá arriba: cada loco con su tema.

Luego, en tono más tranquilo, prosiguió: Oye, Hullin; no te quiero mal; eres valiente; los descendientes de tu raza pueden mezclarse con los de la mía; deseo una alianza contigo, lo sabes... ¡Vamos! pensó Juan Claudio ; otra vez me va a hablar de Luisa... Y como previese una petición en regla, dijo: Yégof, lo siento mucho; pero me veo obligado a dejarte; ¡tengo tantas cosas que ver!...

Nosotros os hemos dividido y os dividiremos: devolveremos Alsacia y Lorena a Alemania; Bretaña y Normandía, a los hombres del Norte; Flandes y el Mediodía, a España. Haremos de Francia un pequeño reino alrededor de París..., un reino muy pequeño, con un descendiente de la vieja raza por jefe..., y vosotros no os moveréis..., estaréis muy tranquilos... ¡Je, je, je! Yégof comenzó a reír.

Entonces, volviéndose hacia el loco, el almadreñero dijo: Entra, Yégof, y ven a calentarte al lado del fuego. Yo no me llamo Yégof respondió el desdichado como si le hubiesen ofendido ; yo me llamo Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia. , , ya lo , ya lo dijo Juan Claudio . Me has contado todo eso. De cualquier modo, no importa; te llames Yégof o Luitprand, entra.

En cuanto a Yégof, sentose en el viejo sillón de cuero, detrás de la estufa, extendió las piernas, como si estuviera en un trono, y paseando a su alrededor la mirada con imperio, exclamó: Vengo de Jéromé directamente para concertar contigo un matrimonio, Hullin. No ignoras que me he dignado fijar los ojos en tu hija, y vengo a pedírtela para que sea mi mujer.

Unicamente Divès y su gente no se conmovían por aquellos sucesos, y sin dejar de galopar, riendo y alborotando, gritaba el contrabandista: Nunca he visto una fogarata parecida... ¡Ja, ja, ja! Hay que reírse mil años... Pero, al poco tiempo, Marcos quedose pensativo y dijo: Todo esto debe venir de Yégof.

De pie, al borde del terraplén, de espaldas al abismo, parecía ser aquel su lugar natural, y el cuervo, dando vueltas a uno y otro lado, no conseguía alterarle. Yégof levantó el cetro, frunció las cejas y exclamó: ¡Hullin! Por segunda vez te reitero mi petición y por segunda vez la rechazas. Volveré a hacértela por última vez, ¿lo oyes?, por última vez. Después... ¡que se cumpla el destino!

Yégof, con el rostro contraído, a la pálida luz de la Luna, empuñando el cetro, con la amplia barba extendida sobre el pecho y los ojos centelleantes, saludaba a cada fantasma con un gesto y lo llamaba por su nombre, diciendo: ¡Salud, Bled; salud, Roug! ¡Y todos vosotros, valientes, salud!... La hora que aguardáis desde hace siglos se acerca; las águilas afilan sus picos, la tierra tiene sed de sangre. ¡Acordaos del Blutfeld!

Si tropieza, si cae, han acabado sus días. Pero, en medio del desfiladero, Yégof se volvió, sentose en una piedra, y los cinco lobos, alrededor de él, con el hocico levantado, se sentaron también en la nieve. Entonces sucedió algo verdaderamente estupendo: el loco, alzando el cetro, comenzó a hablarles, llamándolos por su nombres. Los lobos respondían con lúgubres lamentos.