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Actualizado: 19 de julio de 2025
Volví a entrar, cerré las puertas con la destreza de un sonámbulo o de un ladrón y vestido como estaba me dejé caer sobre mi lecho. Al amanecer estaba levantado acordándome apenas de la pesadilla que me había hecho errar toda la noche diciéndome: «Hoy partiré.» Y de ese propósito informé a Magdalena tan luego como la vi. Como usted quiera me contestó.
A la mañana siguiente, con dinero que yo le presté, tomó el tren para Londres, y cuando volví a saber algo de él, fue por una carta en que me comunicaba que había pagado a mi orden al Banco del condado, en York, mil libras esterlinas, como habíamos convenido que sería la suma que me pagaría por mis informes.
Pero el acento de aquella mujer, reposado, grave, sonoro... Y sus ojos, y su frente, y sus cabellos... Y su terror al verme... ¡Oh! ¡no! ¡no puede ser! un acento parecido... un terror natural en ella... porque yo, al escuchar aquel acento, me volví amenazador, terrible, a la persona que lo había producido... No, no podía ser Amparo. Los muertos no se levantan de su tumba.
Cuando volví a casa, a eso de las cuatro, subí al corredor del primer piso, y con la cara pegada contra un vidrio, me entretuve en seguir con los ojos el movimiento de las nubes que se amontonaban sobre el Zarzal y nos traían la tormenta anunciada por Susana.
Te volví a ver cuando tenías seis años; te encontré entonces alegre, y bien tratada y después, a fe, casi, casi te olvidé; lo que siento profundamente hoy, puesto que no eras feliz. ¿Me tendréis siempre a vuestro lado, desde ahora, tío? Sí, por cierto respondió el señor de Pavol, con vivacidad. Cuando digo siempre... digo hasta mi casamiento, porque yo, me casaré pronto.
A eso de las siete, empezaron a prolongarse los desvanecimientos, luego pareció como que quisiera descansar; yo me acosté para aprovechar algunos momentos de reposo, que bien lo necesitaba después de tan continuos desvelos; a los pocos minutos me desperté al ruido de una violenta tempestad; corrí a escuchar junto a la puerta de la alcoba, no atreviéndome a abrir, por miedo de turbar el sueño a Susana; feliciteme de que la tempestad no la hubiese despertado; a las cuatro de la madrugada volví a escuchar otra vez; el mismo silencio e igual tranquilidad; hice entonces un poco de ruido para que alguien notara mi presencia y me preguntaran alguna cosa; así sucedió en efecto; una de las sirvientas se acercó a mí diciéndome: «Susana ha pasado la noche con la mayor tranquilidad, en este momento descansa y no necesita nada...» ¡Ah! triste de mí: ¡efectivamente que descansaba y no necesitaba de cuidados!
Mis ojos no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba á menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano. Parecía que en virtud de un misterioso movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos instantes. Dejó de apretar mi mano y hasta retiró la suya: volví á cogerla disimuladamente, pero al poco tiempo la retiró de nuevo.
Ya no temía declararme vencido, verme humillado, sentir que el pie de una mujer hollaba al demonio que me poseía. La primera vez que volví a ver a Magdalena, y me obligué a ello, desde los primeros días hubo de reconocer en mí una mudanza tan radical que la tranquilizó absolutamente.
3 Y volví mi rostro al Señor Dios, buscándole en oración y ruego, en ayuno, y cilicio, y ceniza. 4 Y oré al SE
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo para un momento de mayor calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida. Abrí al fin los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente. Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
Palabra del Dia
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