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Detúvose el grupo; el gaitero, vestido de pana azul, en actitud de cansancio, dejando desinflarse la gaita, cuyo punteiro caía sobre los rojos flecos del roncón, se limpiaba la frente sudorosa con un pañuelo de seda, y los reflejos de la paja ardiendo y de las luces que alumbraban la casa del cura permitían distinguir su cara guapota, de correctas facciones, realzada por arrogantes patillas castañas.

Mientras torrentes de luz roja y azul le daban matices fantasmagóricos, revoloteaban a su alrededor, electrizados por su voz aguda y dominante, los enormes murciélagos hambrientos, ávidos de sorberle la sangre bajo su piel pintada y sudorosa. Pronto se cansó el público parisiense de Catalina y sus vampiros.

Dando resoplidos, lívida y sudorosa, los ojos despidiendo llamas, Fortunata continuaba con su lengua la trágica obra que sus manos no podían realizar. «Eso para que vuelvas, so tunanta, a meter tus dedos en el plato ajeno... Embustera, timadora, comedianta, que eres capaz de engañar al Verbo Divino. ¡Lástima de agua del bautismo la que te echaron!

Cualquier tonadilla de los pianitos de ruedas que van por la calle le gustaba y la conmovía más. Olimpia tocaba con fe y emoción, presumiendo que el espejo de los críticos la oía desde la calle. Cuando concluyó, estaba rendida, sudorosa, le dolían todos los huesos y apenas podía respirar. Ni siquiera tenía aliento para dar las gracias por las flores que todos le echaban.

Isidro, que había subido al paseo, miró por una ventana. «Lo mejor del buque» estaba allí, oprimido, amontonado ante la plataforma de los músicos. Las señoras, en primer término, ocupaban las sillas, y detrás de ellas los hombres, de pie, codo con codo, llevándose el pañuelo a la frente sudorosa.

Feli, despechugada, sudorosa, respirando con dificultad, arrastraba los pies yendo de un lado a otro, abrumada por este calor que era un nuevo tormento. Crujían durante la noche, con chasquidos alarmantes, las maderas de los muebles, las tablas ocupadas por los libros del devoto, sobre cuyos lomos polvorientos movíanse las polillas.

Las hormigas que viajaban sobre las tablas se hacían raras; el movimiento cesaba en tierra, cuando por uno de los boquetes de la cubierta apareció la cara sudorosa y ennegrecida de uno de los contramaestres, quien, levantando en alto un candil, gritó con voz de trueno: «¡Du charbon, sang-Dieu!

Llegaron por fin a la calle de Zurita y se metieron en una herrería, grande, negra, el piso cubierto de carbón, toda llena de humo y de ruido. El dueño del establecimiento avanzó a recibir a la señora, con su mandil de cuero ennegrecido, la cara sudorosa y tiznada, y quitándose la porra, le dio sus excusas por no haber entregado los clavos bellotes.

Transcurrió más de una hora sin que el silencio de la alcoba se interrumpiera con otro ruido que el estertor angustioso y continuo del enfermo. Doña Manuela levantábase para pasar una mano por la frente sudorosa del enfermo, cada vez más fría, y volvía a ocupar su asiento, mirando a lo alto con una expresión desesperada.