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Cuanto a , sólo tenía una pequeña maza y un agudo puñal. Dimos un largo rodeo para no cruzar el pueblo, y al cabo de una hora subíamos la cuesta que conducía al castillo de Zenda. Era la noche obscura y tormentosa; el viento soplaba con furia, agitando los árboles, y llovía a cántaros.

El ruido del aire que no se percibía abajo, aumentaba a medida que subíamos, rugía como un trueno en la escalera espiral y hacía temblar encima de nosotros las paredes de cristal de la linterna.

Y mirando hacia arriba en busca de luz, que ya nos faltaba abajo, montes erizados de crestas blanquecinas, y conos encapuchados de espesa niebla, y gárgolas de tajada roca amenazando desplomarse sobre nosotros; y a todo esto, el camino estrechando y retorciéndose cada vez más, subiendo aquí, bajando allá, y sin poder yo darme cuenta de si, desde que habíamos descendido del Puerto, bajábamos o subíamos en definitiva.

En tanto que subíamos lentamente las interminables cuestas de este país, veíamos hormiguear sobre las calcinadas rocas legiones de pequeños lagartos con sus plateadas corazas, y oíamos el chirrido continuo de las aliagas que abrían al sol sus maduras frutas. En medio de una de estas laboriosas ascensiones una voz gritó repentinamente desde el borde del camino: ¡Deténganse si me hacen el favor!

Al bajar las primeras escaleras, no pude menos de decir sorprendido á mi compañera: ¿Así te vienes? Estaba tan atribulada y tan soberbia, tan españolamente soberbia, que se habia dejado el sombrero en una percha del comedor. A las siete subiamos las espaciosas escaleras del café la Francia musical, entre vistosos jarrones de flores y grandes espejos que nos retratan á uno y otro lado.

Nos quedábamos de sobremesa doña Hortensia, Dolorcitas y yo. Dolorcitas y yo jugábamos como chicos, recorríamos la casa, subíamos a la azotea, íbamos al miramar. La señora Presentación, una vieja muy graciosa y gesticuladora, a quien yo no entendía nada de cuanto hablaba, solía venir a avisar a la señorita Dolores, que alguna de sus amigas acababa de llegar.

Condiciones históricas, sociales y políticas del Canton. El cielo estaba lleno de luz y esplendor y las brisas de la mañana rizaban las ondas y nos llegaban de las montañas cargadas de los ricos aromas que emanan de los bosques de abetos, cuando subíamos á bordo de un gracioso vaporcito, que en breve comenzó á cortar como un cisne pardo las bellas aguas del lago de Brienz.

Dos de ellos dan á la parte donde subíamos, sirviendo el uno de entrada á la rampa, y el otro como de balcón, desde el cual se tocan con la mano los bermejos frutos de los naranjos del compás, y se descubre, al través de sus ramas, un elegantísimo ángulo de la contigua iglesia, de perfecto estilo gótico, cuyas gentiles ojivas, esbeltos juncos y erguidas agujas, todo ello de una resistente piedra dorada por los siglos, infunden en el ánimo, en medio de aquellas abandonadas ruinas, arrogantes ideas de inmortalidad.

Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos menudos hilos de seda, pendientes de la espalda y de la cintura de Inés, flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del Cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré suavemente. Inés volvió la cabeza y me vió.

El que bajase a la Puerta del Sol en aquel instante y fuese examinando los rostros de los que subíamos, si no tuviera otros datos, no sospecharía ciertamente a qué lugar siniestro nos dirigíamos. Las fisonomías no expresaban ni dolor, ni zozobra, ni preocupación siquiera. Marchábamos todos con la indiferencia estúpida de un pueblo trashumante que va a establecerse a otra comarca.