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Se trataba añadió Foja de las varas que toma o no toma cierta dama, hasta hoy muy respetada, y de los refuerzos espirituales que su atribulada conciencia busca o no busca en la dirección moral de don Fermín.... ¡Je, je!... Ronzal no entendía. A ver, a ver; exijo que se hable claro. Joaquinito miró a su papá como pidiendo auxilio.

, señor... contestó Lucía, atribulada ya . Pues claro está que venía... venía don Aurelio Miranda, mi marido... y al decirlo, sonriose involuntariamente, de lo nueva y peregrina que se le figuraba tal expresión en su boca. Muy niña parece para casada pensó el viajero; pero recordando el anillo que había visto lucir en el meñique, añadió en alta voz: ¿De dónde venían ustedes? De León.

Quizá por esto Joaquinita, mientras tomábamos el chocolate a la mesa del conde, se acercó a ella con fisonomía atribulada para decirle medio llorando: ¡Ay, hija, cuánto la compadezco a usted en este momento! ¡Qué triste debe de ser casarse sin tener junto a a una madre!

Sin embargo, en el fondo de su atribulada conciencia, en lo profundo de su mente, orgullosa y fanática á la vez, sentía vergüenza de haber humillado ante su soberbia y de haberse rendido á mi voluntad, y tenía miedo y horror de haber dejado por el buen camino, ofendiendo á Dios y faltando á sus deberes.

Entró, pues, el tío Frasquito en la terraza con ademanes de doncella atribulada, y todos se agolparon en torno suyo, acosándolo a preguntas... ¡Todo, todo quedaba por nuevos partes confirmado, y el sauve qui peut era en Madrid general!...

Llovieron sobre la atribulada joven multitud de reflexiones, unas serias, otras jocosas. ¿No sabía que Barragán era un hombre primitivo y selvático para quien todas las señoras eran una misma señora como para los niños su papá todos los caballeros que encuentran en la calle? Esto en cuanto a la explicación material del suceso.

«¿Pero esto es embriaguez... o qué?...» preguntó la atribulada hija. Y al oírlo D. José se reanimó de súbito, como la llama moribunda que se revuelca en las tinieblas; echó su espíritu un resplandor de vida, y moviendo la lengua, no menos pesada que la de una campana, dijo pausadamente estas palabras: «La hurí ha bajado a los infiernos, y yo voy... en busca suya».

Un desasosiego punzante le empujaba a moverse y a levantar sus ojos en callada consulta hacia el cielo. Estaba toda la luz estelar presa en la extrema cerrazón de la noche, y en vano Salvador trataba de avizorar, con atónita mirada, el secreto sagrado de la altura. Su alma, serena y apacible en las corrientes diarias de la vida, se sentía en aquella hora atribulada con honda ansiedad.

Con tal motivo asomaban la cabeza mil pasiones sórdidas en el alma de los que más debieran tenerla atribulada. Salabert pensaba con disgusto en la herencia que revertía a su hija. Hizo nuevos esfuerzos para que su esposa revocase el testamento, pero inútilmente. Por primera vez en su vida D.ª Carmen daba señales de gran firmeza de carácter.

Como tampoco lo estaba Flora, no pudo tranquilizar su espíritu con esta cita histórica. Quedó, pues, silenciosa y perpleja mientras la atribulada señora se entregaba cada vez más reciamente al llanto. Pero al cabo nació una idea en su frentecita morena, debajo de sus ricitos negros.