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Distinguíaselas desde lejos como florecitas brillantes posadas sobre los cantos rodados al borde mismo de las olas azules. Cuando los incidentes de la cacería nos llevaban demasiado lejos o nos retenían hasta tarde, oíamos la voz de Magdalena que nos invitaba a volver. Tan pronto nombraba a su marido o a Oliverio como a .

Todos los días oíamos decir: «Mañana viene el ejército», o «Ya ha salido de Utrera, ya está en Carmona...» Pero pasaban los días y el ejército no venía. En tanto, en Córdoba no cesaban los trabajos. Si no tienen ustedes idea de lo que es el delirio la guerra, entérense de aquello.

Mostréme, como pude y supe, agradecido a la fineza; llegamos al despacho; diome él los libros, con la honrosa «auténtica» de su dedicatoria autógrafa; previno el mozo las cabalgaduras en el corral; bajamos a él los que estábamos arriba; hubo abajo las despedidas, las congratulaciones, las protestas y los apretones de manos que fácilmente se imaginan; montarnos, al fin, Neluco y yo; volvimos a despedirnos desde las alturas de nuestros respectivos jamelgos; respondiónos el caballero con reverencias y con palabras que ya no oíamos bien; descubrímonos, por último, mientras revolvíamos los caballejos hacia la portalada, que estaba abierta de par en par; picamos recio; salimos, y a buen andar, me puse al costado de Neluco, que, como es de presumir, dirigía la caminata.

Segunda empezó por presentarse todos los días en la tienda de la Concepción Jerónima, y armar un escándalo a su hermano y a su cuñada. «Que si eres esto, si eres lo otro...». Parece mentira; Villalonga y yo, que oíamos estos jollines desde el entresuelo, no hacíamos más que reírnos. ¡A qué degradación llega uno cuando se deja caer así!

De vez en cuando oiamos tambien á la distancia el bramido del tigre. Al cabo de algunas jornadas de marcha por la corriente profunda, pero poco rápida del rio Securi, llegamos á la confluencia del rio que los Yuracarees llaman Yaniyuta, el cual, bajando del este, viene á dar mas ensanche al Securi.

Durante este tiempo, el almuerzo de los cazadores, silencioso al principio, hacíase cada vez más bullicioso, oíamos chocar las copas y saltar los corchos de las botellas. El viejo macho me previno que ya era hora de volver a nuestro refugio. Podía decirse que a la sazón el bosque dormía. La charca adonde acuden los gamos a beber no estaba enturbiada por ningún lengüetazo.

Muchas veces, desde aquel sitio de la muralla, oíamos las lentas campanadas del Ángelus. Al anochecer tomaba la diligencia en una plazoleta próxima y me marchaba a San Fernando con el espíritu angustiado y lleno de una extraña amargura. Algunas veces he oído referirse a una poesía de un poeta alemán, creo que de Enrique Heine, en donde un pino del Norte suspira por ser una palmera del trópico.

Quise imponerme dulcemente, fingiendo que no acertaba yo a comprender por qué rehusaba mi ayuda. ¡Déjame! ¡déjame! decía angustiada, sollozando. ¡En el sillón! ¡En el sillón! Era su voz tan débil que apenas la oíamos. En nuestra congoja creímos por momentos que iba a expirar. En esto llegó el doctor. ¿Qué tenemos de nuevo? Vamos, vamos.... ¿Qué tal, mi señora? ¡Esos nervios! ¡Esos nervios!

Las horas corrían veloces; pero nosotros no oíamos o no queríamos oír los golpes del reloj sonando lentamente en el silencio y soledad de la noche. Sin embargo, la seca campanada de la una nos estremecía y nos llenaba de inquietud. Aún permanecíamos hablando algún tiempo. Sonaba la una y media... Vete, vete. Cinco minutos nada más. Pasaban cinco minutos, y otros cinco después, y yo no me movía.

Situose después en uno de los vértices de este rectángulo, y principió un canto monótono, meciéndose de aquí para allá al compás de una lúgubre melodía. Esperamos inmóviles, y, dominando el canto, oíamos las campanas de los relojes de la ciudad, y las sacudidas de un carro que rodaba por la calle sobre nuestras cabezas.